sábado, 31 de agosto de 2019

FOTOGRAFÍA

Entré a vivir aquí hace catorce años más cinco días. Aquella noche no pasó nada memorable, ni hubo fiesta de inauguración con los amigos, ni follé y ni siquiera me acosté borracho. Tan sólo recuerdo echarme en la cama grande (metro cincuenta de ancho) y estirarme y dar vueltas hasta quedarme dormido. Las otras camas que habían sido mías casi no alcanzaban el nombre, más bien fueron catres que ni de coña llegaban al metro. Alguna vez me caí, pero muy raramente. Es curioso como uno controla el espacio cuando está durmiendo.

La verdad es que la casa, el piso, todavía estaba a medio amueblar pero yo había decidido que en cuanto llegara el colchón iba a irme para allá. Mi madre y sus hermanas se encargaron de todo el mobiliario (soy incapaz para todas esas cosas) y yo sólo puse la pasta. En realidad tampoco era tanto; la cocina, por ejemplo, estaba completamente equipada, lavadora incluida aunque no empezara a utilizarla hasta doce años después. Lo único a acondicionar era el salón y mi habitación, pues las otras dos bien podían quedarse tan limpias como estaban, aunque en una de ellas, la más pequeña, metí una cama y un armario ante la insistencia de las mujeres que tantas molestias se habían tomado. Por cierto que el armario lo monté yo en un alarde incomprensible que me duró aquella tarde: todavía está esperando que le ponga las agarraderas a los cajones y los pomos a las puertas.

El piso (de nueva construcción) estaba destinado para una pareja que rompió justo antes de irse a vivir juntos. Supe quienes eran un poco más tarde, cuando ella vino por el bar a comentarme algo relacionado con el mismo. La conocía, una tía fuerte que salía con un jevi, venían mucho por el bar, se sorprendió al saber que iba a ser yo quien viviera allí. Creo que no la he vuelto a ver desde entonces, tampoco a él. Cuando uno se rompe con algo rompe con el resto del decorado, incluso más, como si más culpable fuese esto que aquello. Esto es algo que he tenido la oportunidad de comprobar muchas veces en el bar.

Los del banco, agradecidos por la hipoteca, me dieron un pequeño televisor con lector de DVD que coloqué en la cocina. Ya por entonces no veía la tele nada más que cuando la enchufaba mi hermano en la habitación compartida (que era hasta para dormirse con el canuto a medio apagar) pero, cosa rara, no tardé en comprar una para el salón, el dormitorio estaba totalmente excluido, por supuesto. Supongo que fue por la Play2 que tiempo atrás había comprado para echar ratos con la novia de entonces, la misma de después, la última que tuve. No es que jugáramos mucho pero el del videoclub me hizo precio por cierre y me había quedado con ella. Llegué a comprar un pequeño equipo de música, todavía no tenía ordenador, me hice hasta con unos metros de cable para colocar los altavoces en la posición correcta, cosa que nunca hice y creo ya nunca haré porque hace tiempo que no me los encuentro por ahí. Quizá se los di a mi primer gato para que jugase con ellos y luego los tiré a la basura, no me acuerdo.

Al principio hicimos algunas cenas. A veces nos juntábamos en parejas, tres o cuatro, y el asunto iba rotando. Era lo típico de la situación, todo eso que pasa con los primeros tiempos de la independencia, los proyectos en común, las revistas de muebles y todas esas cosas que tanto le gustan a las tías. Recuerdo la primera vez que fuimos como invitados al piso de una de esas parejas. Llegamos allí y el tío estaba sentado delante del televisor jugando a la consola exactamente igual que un chico pequeño. Ni me miró cuando le saludé. Yo iba medio pedo en previsión y casi no podía creérmelo. Luego llegó otro y se sentó junto a él para comentar la partida. Me fui a la cocina para beber con la excusa de ayudarlas a preparar la cena. Aquella noche no acabó bien entre nosotros.

Una vez cada quince días venían a hacer limpieza general, o sea, la única que se hacía. Mi madre y una asistenta llegaban por la mañana mientras yo estaba en el bar y al regresar a eso de las cuatro era como entrar en el maravilloso mundo de Oz. Los estores bajados filtraban la luz con el color de cada uno y la limpieza, el olor y hasta el cariño podían olerse en todas las habitaciones, la cama limpia y arreglada, el indescriptible colchón (¿qué coño hacían con el colchón?), la almohada perfumada que era dejarte caer en ella y recibir el perdón por todos tus pecados...Corté con esto algunos años después. Pasé una racha peor de billetes y no quise que mi vieja se diera la paliza ella sola. Bastante era que me lavara el saco de ropa que le llevaba todas las semanas.

De todo esto hace tiempo que no queda nada. Tengo la casa a mi gusto aunque no creo que sea lo que ella hubiera esperado. Tal vez esté como la gata que ya no sabe como ingeniárselas para escaparse de aquí después de dos años conmigo, el otro estuvo diez. A los dos los capé pero esta parece no haber perdido el instinto de liberación, ya que sí el sexual. Lo bueno de las casas es que tienen que joderse y aguantarse sin remisión, al menos tanto como tú, o pedir a su Dios por la ruina de sus todavía hipotecados propietarios con la esperanza de que venga otro nuevo y haga algo más con ella antes de darse a los poltergeist por pura desesperación. Pero tampoco creo en los dioses de las piedras.


Creo...¿en qué creo a estas alturas? ¿en qué creo a mis cuarenta y seis años? Hoy he pasado otras diez horas en el bar y casi no lo podía creer cuando llegó la novena. Me acordé de cuando era chico y pasaba por el arruinado bar de mi padre para echarle una mano. Sentado en la cocina leía novelas a la espera de una rara voz pidiendo una ración de algo. A mi padre le gustaba vocear. Fue un hombre que pudo vocear. Yo leía a Hesse y rebozaba calamares o ponía gambas en la plancha. Siddharta, el Lobo Estepario, decían unas cosas tan grandes, tan evocadoras para un chaval de dieciséis años, que todo lo demás parecía una pesadilla a punto de acabar. Los calamares, las gambas, la gente estúpida y el coñazo del instituto con sus prejuiciosos profesores, todo eso, toda aquella mierda estaba a punto de ser dejada atrás para siempre, podía sentirlo hasta en el batir de la sangre por mis anchas venas, tan ardientes como el sol que se levanta tras las montañas...


Hoy Hesse me parece un chiste. Ya me lo pareció hace veinte años, una vez que ya metido en la rueda intenté recuperar algo de todo aquello...


El bar es otro y mi padre ya no está. Aquella chica se fue llorando hace diez años de este mismo salón y no la he vuelto a ver. Mi madre vive en la casa familiar con el último de sus cinco hijos, que es el tercero. Toda la casa está llena de fotos de la familia. Hace poco murió su madre y se ha traído algunas que tenía en su casa. La semana pasada, durante los preparativos de la comida familiar de todos los lunes, se empeñó en mostrarme algunas mías de cuando era un bebé.


Y tuve que mirarlas.


Es mi madre.

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