Cuando el sueño se hizo más profundo tuvieron que sacarla de su casa poco menos que a la fuerza para llevarla a una residencia de ancianos, una de las buenas, la mejor de por aquí. Ella, siempre tan autoritaria e independiente, tan segura de sí misma, no había querido ni la ayuda de una asistenta por horas que la aseara y cuidara de la casa que ya más parecía una pocilga que cualquier otra cosa. Mi madre, su hija mayor, casi muere una tarde que bajo engaños pudo pasar a limpiarla. Ella, su madre, acumulaba cosas absurdas y sin sentido, quizá pensando ser tan invulnerable como llegue a creerse quien ha vivido demasiados sueños y no pocas pesadillas. Viuda cuando todavía no era vieja, enterró a un nieto que apenas llegó a niño. Algunos años después, todavía en pleno fervor religioso, hizo lo mismo con la madre de aquel. Y para cuando le tocó turno a su único hijo, hará tres años, ya casi no se dio cuenta. Una foto suya lucía en la mesita de la habitación de la residencia junto a la de su otra hija muerta. De ninguno se acordaba. Mi madre se la señalaba con el dedo y le preguntaba quien era. Y tras mirarla con ojos de pez decía: "un hombre bueno"
A ingreso hospitalario por mes pasó los últimos cinco de su vida. Poco a poco una caída en la que nada se rompió la llevó hasta el fondo en forma de gangrena en una pierna. Alguien sugirió la amputación y alguien respondió que eso era algo que no podría soportar una mujer casi nonagenaria. Con todo se hicieron las pertinentes comprobaciones recibiendo la misma respuesta. Y un sólo parche de morfina hizo el resto en menos de veinticuatro horas.
El día en el tanatorio pasó como pasan los días de los que mueren de viejos. La resignación y el descanso apenas dejó sitio para algunas lágrimas. Familiares hubo que vinieron al pueblo para la ocasión y sólo hubo una ausencia por razones de casi fuerza mayor, paradójicamente la de la única que, según decían, siguió reconociendo hasta el final, la de su nieta Sonia, la nacida algunos años después de aquella tragedia que tanto nos marcó a todos.
Me fui de allí poco después del mediodía. Había dormido mal y tenía hambre y sueño. Comí y me eché la siesta. Regresé a eso de las tres y media con la idea de no pasar toda la tarde. Pero al volver la cosa se animó y fui de los últimos en irse, ya de noche cerrada.
Hubo de todo. No controlo los parentescos más allá del grado de primos pero esto es algo que en nuestra familia nunca ha tenido demasiada importancia. Nuestra memoria apenas abarca dos generaciones. La tercera es una cosa difusa, mágica casi, algo de lo que ni quienes te la cuentan están seguros. Venimos de algún sitio y tuviste unos abuelos que ahora se acabaron. La siguiente línea por encima de ti ya sólo es la de tu madre y después llegará la tuya.
Hablé con mucha gente y no hablé con quien ya no espero hablar. Tuve una buena conversación con uno de mis hermanos, casi tan buena como un parche de morfina, y una atenta escucha con mi prima de los ojos azules, una chica maravillosa. También hubo lugar para el habitual reencuentro con mi tía la hippy, la de Madrid, que ni es mi tía ni es hippy, pero como se crió con mi padre y mi tía y es buena gente siempre ha sido nuestra tía, la hippy, la independiente, la soltera, la madrileña, la viajera, la que ha viajado por todo el mundo, la que siempre me regalaba libros cuando yo era pequeño, la que me regaló el tablero de ajedrez, la que me acogió cuando fui a trabajar a Madrid siendo un chaval, la que me aguantó cuando hace cuatro o cinco años fuimos a ver a Bob Dylan en el Wiki Center...mi madrina.
- Eres especial, Kufisto...Siempre lo has sido -eso me dijo al final con su gran sonrisa-
La noche acabó a carcajada limpia en la puerta del tanatorio con otro de mis tíos que no lo son, aunque al final nos quedamos hablando muy seriamente de otro que sí lo es.
El viejo sacerdote empezó a hablar a pelo, sin los amplificadores. Enseguida llegó el acólito, un tío calvo que me sonaba, y le dio teta. Yo estaba en primera fila, justo al lado del pasillo, el féretro delante, y lo oía perfectamente hasta que agrandaron su voz. A partir de entonces lo entendí con dificultad. Y entre que es muy viejo y que el micro es una mierda pues aquello era para mirar el retablo, estar un tanto atento a cuando estar de pie o sentado y poco más.
No recuerdo nada de lo que dijo como buenamente pudo. Sólo que al final empezó a repartir hostias y me fijé en como las tomaban. La inmensa mayoría la recibían con las manos cruzadas salvo tres o cuatro que lo hicieron en la boca y casualmente eran los más jóvenes.
Y entonces, por sorpresa, vi que mi hermano pequeño era el último de la fila. Le extendió la mano derecha al cura y este, alucinado, se la dejó sin arle un capón. Y mi hermano la cogió con la otra y se la comió volviendo a su sitio. Es tan inocente...Al salir se lo comenté a otro de mis hermanos y nos descojonamos hasta las lágrimas: también él se había dado cuenta. Supongo que nos vieron llorando de la risa con la abuela de cuerpo presente. Pero es que fue algo insoportable.
El autobús esperaba fuera. Casi todos habíamos llegado en nuestros coches particulares y pocos fueron los que se montaron en él. Yo cogí el mío, solo, me rulé un pito y tiré hacia el cercano cementerio. Al llegar apenas había un primo de esos con su novia y pasé para adentro sin esperar a nadie. Conozco el cementerio y sabía donde iban a enterrar a mi abuela. Dos maromas y dos hierros iluminaban la escena a terminar de llenar. La foto del abuelo, tan risueño como me alcanza la memoria del niño que fui, permanecía sobre un pequeño caos de letras caídas por el tiempo. Un ramito de flores blancas aguantaba todo aquello.
La comitiva llegó y me uní a su cabecera en el recodo que daba acceso. Cuatro tíos fuertes llevaban en una carreta negra el féretro de la última abuela. Poco después estábamos ante su morada eterna, esa que dentro de unos cientos años sin luz será polvo y pajas.
Y la metieron dentro, y le pusieron unas losas, y mi madre me apretó el brazo y echaron cemento en las juntas.
Luego fuimos a ver a mi tío, a mi tía y a su hijo, a mi padre, y entonces sí vi llorar a los demás.
- ¿Hasta cuando estás de vacaciones, Kufisto? -me preguntó mi tía la hippy-
- Hasta el martes
- Luego te llamo y quedamos.
- Claro
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