sábado, 13 de abril de 2019

CUANDO SALTAN LOS PLOMOS

- No te entiendo, madre.

Cuatro meses habían pasado desde la última vez que la entendiera. Un ictus la había privado de articular palabra y de la movilidad del lado izquierdo del cuerpo. Los médicos dijeron que parecía imposible que hubiese sobrevivido al ataque. Varias veces todos los hijos fueron llamados al hospital en vista de la cercanía de la muerte, pero sobrevivió. Y a las tres semanas de aquello estaba de vuelta al piso de su único hijo soltero.

Cuatro años habían pasado desde que lo jubilaran por incapacidad total. La vista, ya pobre desde pequeño, había alcanzado la degradación suficiente como para darlo por inútil e incluso peligroso para el trabajo. Desde entonces se había dedicado por entero a cuidar de su anciana madre (ya casi sorda y muy debilitada de salud) en la vieja casa familiar que hacía tiempo sólo ocupaban ellos dos. Y si al principio había podido permitirse dejarla sola para salir un rato, esto pronto se acabó tras una mala caída de su madre.

La casa grande se hizo enorme y el hijo decidió comprar un pisito cercano adonde vivía una de sus hermanas. Así, pensó, las cosas serían algo más fáciles. Pero las buenas palabras y las mejores promesas de sus hermanos pronto quedaron en el olvido y sólo su vecina hermana le echaba una mano cuando podía.

Estaba claro: él no tenía familia propia ni nada que hacer y era el más indicado para cuidar a la madre. Por supuesto que ellos siempre estarían disponibles en los escasos momentos que las familias y los trabajos les permitieran, tan excepcionales que muy pronto acabaron siendo poco menos que protocolarios y a la carrera. Pero no importaba. Él cuidaría de su madre hasta el fin. Y luego, todavía sin ser un viejo, aún tendría algún tiempo para vivir. Quizá encontrar una mujer, o quien sabe si formar una familia, o dedicarse a viajar por ahí, sí...Durante toda su vida había sido ahorrador y disponía de un bonito capital que unido a la pensión y a la ausencia de deudas daban de sobras para vivir lo que le quedara sin locuras pero tampoco con privaciones.

Aquella mala caía trajo consigo una rotura de cadera y esto lo complicó todo un poco más. A nadie parecía importarle y momentos había en los que en silencio maldecía a sus hermanos por su indiferencia. Alguno hubo, ya al borde de sus fuerzas, en el que llegó a decírselo de viva voz con el consiguiente enfado para todos, cosa que acabó por hacerle ver que de aquellos hermanos que fueron quedaba muy poco. Les dijo que nunca más volvería a pedirles nada. Y así, con la sola ayuda de la hermana, continuó cuidando de su madre.

¿Qué había hecho él? ¿por que tenían que haber salido las cosas así? ¿qué culpa, qué crimen había cometido para merecer todo eso? La opción de la residencia para mayores siempre estaba ahí, claro, pero él se negaba a admitirla: no dejaría a su madre en manos extrañas.

Un día la hermana le habló de las monjitas que vivían a la vuelta de la esquina. Allí iba la madre a oír misa cuando todavía podía valerse por sí misma. Tenían algunas habitaciones y podían encargarse de ella, además que en cualquier momento podrían ir a visitarla. Y tras muchas dudas y algunas preguntas veladas eso fue lo que hicieron. Dos semanas más tarde estaba de regreso en el piso. Dos semanas habían sido suficientes para darse cuenta de la desidia con la que las monjitas trataban a las ancianas. Su madre no protestaba pero él podía verlo en su cara: "siete hijos para que al final tengan que cuidarme estas malas monjitas a las que nada les importo"

La Navidad estaba próxima cuando llegó el ictus. Y ahora sí, la apuntaron en la lista de espera para la residencia de ancianos. Tan sólo había que esperar las vacantes que fueran quedando. Ella era la cuarta en la lista.


Cuatro meses habían pasado desde la última vez que la entendiera. Sonidos ininteligibles salían de su boca torcida por la enfermedad. Había que vestirla y lavarla, darle de comer y llevarla al aseo, no olvidarse de poner las barreras en el sofá y en la cama para que no se cayera al suelo, acompañarla y estar con ella, ver la televisión y mirar la primavera por la ventana...

Ya habían caído tres en la residencia. La próxima muerte sería la puerta de entrada para su madre. Pronto le llamarían. Todavía tenía que venir algo de frío. Y si no qué más daba: aquello estaba lleno de viejos esperando morir. No podía faltar mucho.


La magnífica tarde estaba apagándose tras las cortinas del salón. En la tele un tronante presentador se dedicaba a hacer de casamentero entre una pareja de nerviosos viejos maquillados. La luz de la lámpara del techo, encendida desde hacía rato, poco a poco iba haciéndose más presente convirtiendo la estancia en algo casi fantasmal para nuestro amigo. La madre río un poco con alguna ocurrencia del guapo presentador y dijo algo que nuestro amigo no entendió. Y la miró y tuvo miedo. Y la madre siguió diciendo algo entre caóticas risas sin quitar la vista de la pantalla y él siguió sin entender.


- No te entiendo, madre...De verdad que no lo entiendo.


Y se fue la luz.

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