El estruendo de la cabalgata podía oírse desde la otra punta de la avenida. "¿Por qué es tan mala la música festiva?" Entré en el coche, lo arranqué y tiré para casa. El primer stop fue tan largo que me sacó del ensimismamiento. El desfile no había hecho más que comenzar y hacia allí se dirigían aquellos últimos rezagados con sus hijos pequeños. Llegué a ver entre ellos a una pareja que poco antes había estado en el bar en compañía de otra más habitual y que ahora tiraban sonrientes y excitados del carrito de un bebé. Supongo que lo habían dejado con los abuelos mientras ellos se iban a comer por ahí y a echarse una copa con los amigos. Él pidió café y gin tonic y ella café y crema de orujo que no me quedaba. Al final le puse un Bayley´s y poco después otro café para mezclarlo. "Con lo malo que es el azúcar...¿pero esta gente no sabe lo malo que es?" Recordé al último grupo del mediodía, una cuadrilla familiar, hermanos y primos con sus respectivas mujeres, supongo, yo sólo tengo por cliente a uno de ellos, un tío de unos cincuenta años, educado y simpático, que es quien lleva la voz cantante. Se reúnen siempre por Navidad, desde Nochebuena hasta Reyes pasando por Nochevieja. Algunos trabajan fuera y sólo vienen por estas fechas, de vacaciones. Tendrán profesiones de esas. Uno de ellos, el más joven y sonriente, uno de mi edad que conozco de toda la vida y de quien no sé ni su nombre, hablaba de cuando estuvo en Venezuela hace diez o doce años y la brutal inflación que ya había por entonces; otro terció a cuenta y puso sobre la barra el tema del bitcoin, de las criptomonedas; alguien sacó a relucir la cabalgata de travestis...Era como un episodio de esos de Jordi Hurtado en el que este va sacando temas de actualidad y los concursantes van contando lo que han aprendido sobre ellos. Luego una voz en off de un desconocido dice quien lo ha hecho mejor y ese es el que gana más, porque ninguno pierde del todo mientras se atenga a las respuestas correctas y no haga preguntas a quien cocina las preguntas.
El segundo stop fue más llevadero, aunque me dio tiempo para ver a un repartidor de bollería refrigerada, uno que veo subir y bajar todos los días por la avenida como donuts sin agujero; un tío cincuentón, medio calvo, delgado y de ojos hundidos, que no puedo imaginar de otra forma que no sea conduciendo a todo lo que se pueda su furgoneta granate. Ahora estaba descargando un par de cajas de esa mierda venenosa en una pizzería. Le di un toque al claxon para que cruzara la calzada. Vi sus ojos y me recordaron los de un hombre que se está cagando. Lo agradeció con un nervioso cabeceo y paso para adentro. Llegar, entregar, firmar albarán y salir disparado otra vez. La desesperada cabalgata de todos los días. Al menos todavía no le hacen ir disfrazado de Rey Mago. Aunque puede que el día que lo haga sea para sacar la escopeta.
En el tercer stop sólo tenía a uno delante. Una mujer se bajó de la puerta del acompañante y echó a andar, pero el coche seguía sin moverse, a pesar de que nadie venía por ningún lado. Quince segundos después lo hizo al ralentí. Y entonces pude ver que había estado esperando a que la mujer quitara la valla que cortaba el acceso a la calle de enfrente para pasar él con su coche. Quizá viva ahí y tenga derecho a eso; quizá sólo fuera un cara en busca de aparcamiento. No lo sé y no es cosa que me importe. La gente hace cosas que no entiendo y que yo jamás haría. Torcí a la izquierda y a lo lejos me pareció ver una ambulancia con las luces de emergencia, pero yo ya estaba tan cerca de casa que sólo caí en ella cuando ya la tuve encima. De todas formas había espacio suficiente para los dos, aunque un tanto justo. Un poco menos y hubiera tenido que darle a las sirenas para que la viera.
La entrada a la cochera estaba tan justa por un coche mal aparcado que quien saliera por ella no hubiese podido hacerlo, cosa que estaba por ver para quienes accedieran a ella, como demostré sin dudarlo ni un segundo. Accioné el mando de la portada y no respondió. Lo hice por segunda vez y nada. Y a la tercera, apretando el botón hasta poner el chivato más allá del rojo, oí como se descorría el cerrojo. Y aquello sonó a música celestial.
Claro que diez minutos después, ya con el pijama puesto, me di cuenta de que había olvidado el tabaco y tuve que volver al bar a por él.
La cabalgata sólo se acaba cuando no recuerdas haber olvidado nada.
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