Josemari sólo tiene un diente; una muela, creo recordar que me dijo. "¿Y qué comes?" le pregunté un día, "habichuelas, patatas, pan...¡todo eso!" Le gusta el café con leche del tiempo y doble de azúcar, algo que da gusto vérsela echar en la taza por el cuidado con que lo hace, como si estuviera midiendo la dosis aunque luego los eche enteros. Yo creo que lo hace así porque le gusta ver como el azúcar va hundiéndose poco a poco entre la crema del café. La chocolatina que pongo de cortesía la prefiere blanca, "por la leche...¡está más rico!" Tiene sesenta y un años y es como un chico. Hoy mismo lo ha dicho no sé a cuento de qué. Se pone muy contento cuando está en confianza. De suyo tímido, le da por cantar fandanguillos buenos mientras está a la tarea, aunque hay que dejarlo: como se te ocurra decirle que cante algo no le sale. Por eso yo no le digo nada. Pero a veces, entre el rumor de las cámaras frigoríficas, le oigo cantar bajito desde el fondo del bar. Y cuando acaba le digo que está muy bien cantao y él sonríe avergonzado.
El gordo de las máquinas es un chico aún joven pero ya con pinta de pureta que sólo viene los domingos por la mañana. Llega, pide un café con leche y doble de azúcar, paga y se va a la tragaperras. No sé lo que jugará; desde que funcionan los monederos de billetes ya no es como antes que podías calcularlo según los que fueras cambiando, pero sí suele tirarse cerca de media hora dándole buenos manotazos a los botones. La que tengo ahora es de fantasmas y monstruos y funciona bastante bien, al menos para mi. Yo creo que por las maneras este es de los que pierde. Y media hora con estas máquinas dan para perder bastante. A veces pienso que ahorra durante la semana para darse el gusto de esa media hora de libertad lejos de la mujer y el hijo con quienes lo vi en una rara ocasión.
Tomás es de diario y desde siempre. Ya es viejo y lleva mucho tiempo jodido, aunque ahora lo está todavía más. El otro día me contaron que lo vieron en la quimio. Puede que por ello esté un poco más simpático estos días. El miedo hace que queramos ser buenos, como si de esta manera pudiéramos conmoverlo. Hoy ha ido dos veces al servicio en los apenas cinco minutos que dura su parada en el bar, la segunda de ellas un tanto precipitada y dramática por lo que le cuesta caminar. Después le ha dado el pequeño sorbo con el que despacha su caña, se ha comido tembloroso el pinchito que le he puesto y ha salido del bar encendiendo un cigarrillo para seguir haciendo lo mismo por otros. Tal vez así, haciendo lo de siempre, la cosa vaya más despacio con la ayuda de los médicos.
Uno de estos es Julio, aunque no exactamente. Él se dedica a analizar sangre, tejidos y cosas aún más raras. Después ve los resultados y se los envía al médico correspondiente. No sabe de quien son pero sí lo que pueden significar si no están dentro de los parámetros. Luego el médico decide y el paciente acata. Más o menos como él cuando hace casi treinta años tuvo que acatar el accidente de tráfico que dejó tetrapléjica a la mujer que sigue cuidando. Acatarlo o no está en tu mano, pero el hecho no va a cambiar hagas lo que hagas. Quizá sea por esto que acata muy pocas cosas más. Gusta de estar a su aire sin que le molesten. Llega con los auriculares puestos, saluda y pide lo de siempre; coge el periódico que lee con atención mientras desayuna y después paga, pide un poco de sifón y se va sin saludar si no estás cerca. Una vez, un domingo, le pregunté por algo para el callo que me estaba jodiendo y amablemente me indicó lo que necesitaba. Pero enseguida me di cuenta de que tendría que llamar a la mujer de Josemari para que le dijera que viniera al bar a hacerme un recado.
Hay gente que conoces de muchos años y de la cual sólo sabes su nombre y gente que conoces de muchos años y de la cual no sabes ni el nombre. Suelen venir solos, piden lo suyo, cogen un periódico y se quitan de la barra. Después pagan, se van y hasta otro día que será lo mismo. El de hoy es un hombre discreto y silencioso que está casado con una mujer aún más discreta y silenciosa que él. Esto lo sé porque hay días que se pasa por el bar cuando está pagando, supongo que tras quedar con él por teléfono. Como hoy, que hablando en un susurro mientras le cobraba han salido del bar para entrar en el frío y oscuro mediodía de la calle con pocas ganas de despedirse de nadie.
La tarde cayó a plomo y yo me quedé solo una vez más. Salí de la barra y me senté en un taburete frente al ventanal. Una bandada de palomas echó a volar de un tejado. Hicieron un círculo alrededor de él y enseguida volvieron a posarse en el mismo lugar, como si un hilo invisible las mantuviera atadas de las patas. Algunas rezagadas que no pudieron frenar a tiempo tuvieron que dar una vuelta más. Luego cogieron sitio y allí se quedaron con las demás.
Paco llegó y pidió su café de la tarde. Esta vez lo acompañó con un par de platillos de paella que había sobrado, sin recalentar.
- Está mejor que este mediodía -dijo
No le dije nada cuando entorné la puerta de la calle y lo vi encendiendo un cigarrillo de vuelta a casa.
¿Qué voy a decir yo?
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