viernes, 23 de junio de 2017

LA MUERTE DE NUESTRO PADRE (III)

En el ajedrez hay una máxima que dice que la amenaza es más fuerte que la ejecución. Esto que a primera vista puede parecer un sinsentido (como suele suceder con todas las primeras vistas), lo cobra cuando alcanzas el momento adecuado, el momento en el que empiezas a tener la experiencia suficiente como para entender las máximas del ajedrez y de la vida, aunque sea algo que sólo te sirva para sacar la tijera y podarte a ti mismo cual vid dejada de la mano de su agricultor, ese que viendo tu rara y problemática desmesura piensa que lo mejor es dejar que tu naturaleza siga su curso hasta que a fuerza de repetirlo vea que necesitas ayuda para pasarlo.

Desde el primer día que a mi padre finalmente le diagnosticaron que lo que tenía era cáncer de pulmón y no ninguna otra cosa no hubo tarde que no pasara al menos un par de horas con él. Salía de trabajar del bar a eso de las seis, me iba a dar un paseo para despejarme y después iba a su casa a ver una de vaqueros y Pasapalabra, programa que le gustaba mucho y en el que siempre estaba (estábamos) del lado enfrentado al cerebrito de turno. Recuerdo a un tío gris y flojo con gafas y a un chaval culopollo que decía que también era poeta. Este lo sacaba especialmente de quicio. Al final se llevó el bote y por fin dejamos de verlo después de otras ciento y pico derrotas.

Normalmente no hablábamos de nada. Estábamos ahí, sentados, él en su sillón y yo en el sofá. Me preguntaba por el bar, yo le decía que bien y veíamos la película, o si era más mala de lo normal poníamos al cocinero de Canal Sur que tampoco le gustaba demasiado por lo mucho que hablaba y porque siempre lo cortaban los de Membrilla TV cuando estaba a punto de rematar el plato ante su desesperación, porque si algo había que le gustara aparte de su familia era eso, la comida. Entonces, y para la mía, decía que pusiera Telecinco y su puto Pasapalabra. Con todo, conseguí que nos saltáramos todos los jueguitos previos al rosco final de esa cuadrilla de capullos.

Pero una tarde que estaban echando otra vez la del último tren a Gun Hill él empezó a hablar de cuando trabajábamos en el viejo bar. Y recordando todo aquello, toda esa gente, todas aquellas penurias que a punto estuvieron de destruir la familia...nos echamos a reír. Y reímos y reímos. Y reímos hasta llorar de la risa. Tanto que esa tarde no hubo más pasapalabras que las nuestras. Y cuando mi madre llegó de hacer la compra nos preguntó si nos pasaba algo. Y secándonos las lágrimas le dijimos que no, que todo estaba bien, que sólo era algo que...


Bajé para subir las bolsas que habían quedado abajo.


Y riendo llegué a mi casa.



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