No me lo creí ni yo.
- ¡Pero hombre, don Kufisto, dele ese sorpresa a su señora y verá que contenta se va a poner! -dijo una voz masculina, joven y decidida, al otro lado del teléfono- La oferta que le estoy haciendo es inmejorable y...
Apenas hacía diez minutos que me había despertado de la siesta. Sonó el muy descansado tono de llamada entrante en la voz de Robert Plant y vi que era un número de Madrid. Lo cogí sin saber muy bien porqué y ya estaba a punto de colgar tras mi segundo hola sin respuesta, temeroso de estar siendo objeto de una de esas estafas telefónicas que cuentan por Internet, cuando alguien me saludó en nombre de Gas Natural.
"Me cago en la puta...Esto es por lo del recibo impagado...Aviso de corte...Amenaza de tomar medidas judiciales...No tengo un duro, joder"
- Le llamaba, don Kufisto, para mejorarle las condiciones del contrato que mantiene con nosotros...
- Ah, sí, sí...
Y a partir de ahí, desconecté. Sólo cuando el fiero vendedor prácticamente ya daba por hecha su comisión y procedía a pedirme cosas para formalizar el tema volví a recuperar un poco del riego sanguíneo cerebral que se había ido entero a los huevos. Y entonces fue cuando me salió lo de "mi mujer" Al final quedamos en que hoy me llamaría y muy educadamente nos despedimos.
Me reí pensando en "mi mujer" Miré el suelo del salón, la mesa del ordenador y el sofá; recordé el lavabo, la heroica taza del water con su no menos mítica escobilla y el chisme ese que me compré para cagar en una postura más natural; pensé en la pequeña habitación donde ahora duermo tras dejar por imposible al gran y viejo colchón devorador de columnas vertebrales, llena de trastos y con un armario cuyas desvencijadas puertas caerán una noche sobre mi cabeza, en el pequeño colchón que no descarto sea la morada de pequeños vampiros no muertos durante los doce años que han estado a sus anchas sin más okupas que vitrinas jubiladas, libracos olvidados, películas de VHS nunca vistas ni por ver y demás joyas de mi corona. "Mi mujer..." Di gracias a Dios cuando al despertarnos de la borrachera se largó la última que estuvo por aquí, una tía loca que pasaba sus ratos libres denunciando a quienes no respetaban los pasos de cebra.
Pasé el resto de la tarde sin salir del piso y tres o cuatro veces pensé en ponerme a limpiarlo. Y mirando mi cuenta bancaria como quien mira una lavadora tirada en la cuneta me fui a acostar no sin antes dejarme un recado escrito en la cocina para no olvidar que hoy tenía que ir al banco.
Mi hermano llegó al bar a eso de las doce y media. Cogí el coche y tuve que conducirlo como si en lugar de volante tuviera una rueda de churros. Aparqué más allá de Júpiter, y gracias. Oí palmas antes de doblar la última esquina. Unos gitanitos estaban cantando a la puerta del banco. Pasaron unos cuantos y una pareja se quedó fuera para seguir metiéndose mano. Saqué mi móvil nuevo y busqué por la nota con el código de mi cuenta para hacer el ingreso por el cajero. Y no estaba. La había perdido con el cambio. Tampoco llevaba el DNI encima. Había que ir a casa. Me cagué en la puta y la pareja dejó de magrearse.
Veinte minutos más tarde, tardísimo, ya con el mil veces maldito número de preso en mis manos, me dispuse a liquidar el asunto en cuanto terminara la desconfiadísima petarda que tenía delante. Saqué el móvil para que viera que no la estaba mirando y eso la puso más nerviosa. Me acordé de esas que se paran en mitad de una rotonda para cederles el paso a los que tienen que ceder el paso. Pensé en decirle si necesitaba ayuda pero imaginé que eso en esas circunstancias, con los gitanitos todavía montando el espectáculo por la sala, era como darle en custodia una bomba a Mortadelo. Al final lo consiguió y por fin dejó la vía libre.
El cajero automático no tenía su día. Yo tampoco. A la segunda jugada que me hizo solté tal hostia sobre el apoyamanos que la que estaba esperando detrás se fue. El ordenador captó la indirecta, yo tecleé con más atención sus nuevos requerimientos y sin más novedades me largué de tal manera que hasta los felices palmeros cesaron en sus alegres cantos a la vida que se pegan.
Y a eso de las cinco, a la hora acordada, con eléctrica puntualidad, oí que me llamaban al teléfono.
Y Robert Plant cantó hasta donde pudo.
Mi mujer, claro está, había dicho NO.
Y como bien sabía mi compadre Colombo, ante eso no hay nada más que hablar.
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