Habib cerró los ojos y se olvidó de la inmunda cocina en la que estaba. Vio a su madre que le miraba; Habib dijo algo que no entendió y ella pareció no oírle; habló más alto y no obtuvo respuesta; gritó y nada cambió; desesperado, rompió a llorar. Y entonces sintió los labios de su madre sobre su frente y se tranquilizó.
Había despertado aquella calurosa mañana como si alguien hubiera pasado la noche torturándole. Se levantó tan dolorido que se miró para buscar marcas. No encontró ninguna y fue a lavarse. El espejo le devolvió su imagen y vio que tenía dos pequeños cortes en la frente, todavía frescos. No era algo habitual, pero ya le había pasado las suficientes veces como para echarse la culpa a sí mismo y a sus uñas. Se las miró. Muy fuerte debía de haberse rascado esa noche. Demasiado.
Habib trabajaba en la cocina de un restaurante regentado por un compatriota. Era este un hombre que había hecho fortuna en su nuevo país desde que llegara veinte años atrás. Zalamero y listo, con buena vista para reconocer a la gente adecuada, había conseguido en poco tiempo lo que muchos naturales no lograrían ni viviendo tres veces. Que sus métodos no fueran los más correctos era algo que carecía de importancia: los métodos sólo existen en los libros; en la vida de la mayoría de los hombres todo es excepcional. Tan sólo es necesario hablar el único lenguaje que entiende todo el mundo y hacerlo con quienes piensan que todos los demás sólo son dialectos que siempre acaban por desembocar en la abisal charca del oro.
Si hay algo peor que un espejo es la memoria; y Habib activaba la de su jefe: ver a ese muchacho tonto era algo que casi le sacaba de quicio, pero la vida es un negocio que se va pagando a base de favores y Habib era uno a alguien que podía quitarle todo lo que tenía cuando quisiera, que los tramposos son presas de sus propias trampas. Y después de todo, un refugiado también podía ser un buen negocio.
Solo en tierra extraña, entre gente que o lo miraba con desconfianza o como si fuera una nueva atracción en la feria, el joven y taciturno Habib había pasado los últimos seis meses como quien ve una partida de ajedrez en la que cada pieza tiene un color diferente. Era tal su aturdimiento que hasta los de su misma raza le rehuían. Sólo cuando llegaba a su habitación, reventado a órdenes, podía despejarse un tanto. Y entonces, tumbado en la cama, ponía toda su atención en la memoria de su madre.
- No quiero que también a ti te maten y tu padre no quiere irse de aquí -le había dicho su madre- Mañana te irás y nosotros nos quedaremos, pero no se lo digas a tu padre. Sé bueno y Dios será bueno contigo. Quizá volvamos a vernos. Te quiero, mi pequeño, te quiero mucho...
- Espabila, pringao, que aquí estamos para currar, no para hacer el vago -le soltó uno de las cocineros dándole un manotazo
- Tengo que salir un momento a la calle a tomar el aire. Estoy mareado -dijo Habib
- Tú sigue así, tú sigue así, que verás adonde vas a ir, so listo.
- Bueno, tengo derecho, ¿no? Todos salís a fumar cuando queréis y nadie dice nada.
- Esas tenemos, ¿eh?
- No, yo sólo digo que...
- Mierda. Y no me toques los cojones
- Voy a salir quince minutos, como vosotros. Y voy a salir AHORA
El cocinero lo miró y calló.
Habib salió a la calle. Hacía un calor insoportable. Había gente sentada en la terraza, que ajardinada y con sombrillas vaporizadoras resaltaba como un espejismo en el desierto. Bebían, comían, hablaban y reían. Muy pronto se fueron aquellos quince minutos. Cerró los ojos antes de volver al trabajo y siguió viéndolos beber, comer, hablar y reír. Asustado, volvió a abrirlos. Un sudor frío, helado, resbaló sobre las heridas de su frente como si fuera de ácido. Otra vez los cerró. Otra vez siguió viendo lo mismo que con los ojos abiertos. Sintió como si una descarga eléctrica bajara por todo su cuerpo. Pasó adentro. Cogió un cuchillo y lo hundió en el estómago del cocinero. Salió a la calle y fue hacia el oasis. Pronto llegó la policía.
Y Habib sonrió cuando al cerrar los ojos volvió a ver a su querida madre.
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