miércoles, 3 de mayo de 2023

DEL MEJILLÓN

- Venga, daros bulla.

Era nuestro último día en la Cola del Caballo. Tres días antes, y tras ascender un peligroso sendero, habíamos acampado justo encima de ella. Allí, solos los tres, inspeccionamos cuevas naturales que pronto nos parecieron no tener fin. Allí vi por vez primera y última las famosas estalactitas y estalagmitas, palabras casi mágicas en mi niñez y que aún hoy, tantos años pasados de aquella aventura, conservan toda su belleza misteriosa ante el imposible recuerdo visual. Sí, las vi una vez; las toqué, las tocamos emocionados, nerviosos, riendo como sólo se ríe en la juventud. 

Allí arriba, apenas cien metros por encima del resto de veraneantes acampados a las patas de la Cola del Caballo, ya casi no se veía vegetación. A lo lejos, el Monte Perdido e inaccesible desde el primer instante hasta para nuestros veinte años.

Dos veces al día bajábamos de nuestra guarida para bañarnos bajo aquella magnífica cascada de agua. Nos hicimos fotos que, milagrosamente, todavía conservo.

Aquella mañana desayunamos mejillones en lata, a pelo; era lo único comestible que nos quedaba. De todas formas tampoco habíamos conseguido mucho más cuando llegamos a Biescas. Estábamos a mediados de agosto, era temporada alta y el pequeño súper andaba en las últimas, aunque no tanto de "Four Roses" Y el costo ya lo llevábamos de origen. 

Bebíamos a morro (ni vasos de plástico quedaban en el súper) y fumábamos canutos sin parar. No exagero si doy fe de un consumo de una botella diaria para cada uno; de los porros ni hablo. Y sólo nos sentíamos vencidos antes de caer reventados sobre los sacos en carcajadas que entre sonrisas se apagaban. Quizá fuese cosa del aire de la alta montaña, tan lejana hasta esos días, la falta de oxígeno mesetario; o tal vez la fuerza de la juventud, ¡quien lo sabrá!...No era nada de eso. Ya no me acuerdo. Pero sí del cielo estrellado.

Era un cielo inmenso, sin luna ni nubes y lleno de estrellas. Tumbados ahí, fuera de la tienda de campaña, pasándonos el canuto y la botella de "Four Roses"


- Venga, daros bulla.

Y pronto, nada más bajar el sendero y tras arrancarlos de su dejadez, estalló la tormenta. Una tormenta eléctrica en su principio, una tormenta de rayos como no he vuelto oír, una tormenta capaz de acojonar al más pintado, una tormenta eléctrica que me recordó a mi abuela y su ridícula plegaria a mis ojos de niño manchego de los años ochenta del siglo pasado "Santa Bárbara bendita que en el cielo estás escrita..."

- Vamos.

Empezamos el peligroso descenso. La peña corría valle abajo. Todavía no había empezado a llover. El día se había noche en cero coma. Era la montaña. La montaña mágica. Y entonces empezó a jarrear.

- ¡Vamos!

- ¡Yo no puedo más, Kufisto! -dijo- Dejadme aquí.
- ¡Vete a la mierda! ¡Vamos!

Hacía frío. En no más de quince minutos se había presentado una especie de invierno curioso.

Lo enganchamos entre los dos y tiramos de él montaña abajo. 

Encontramos un vagón abandonado en Biescas y allí pasamos la última noche dando buena cuenta de las últimas reservas. Olía a muerte en descomposición.

- ¡Estoy hasta los huevos de mejillones en escabeche! -grité atronado entre la furia de la lluvia y el viento.


Volvimos a nuestro pueblo manchego. Hicimos una última parada en el garito cercano a la estación de tren que tanto frecuentábamos, o al menos yo.

- Tres chupitos de Cuatro Rosas.
- ¡Joooder! -exclamó mi compadre- ¿De donde venís? ¿De Vietnam?


Treinta años y un cielo estrellado hasta la exageración. Es lo que queda.




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