Hace algún tiempo, no sabría decir cuanto, le veía bajar la avenida bien temprano junto a quien yo suponía era su madre. Vestían monos de trabajo, de fuertes colores, de esos que llevan los servicios de limpieza del Ayuntamiento. En este caso quedaba claro a simple vista que formaban parte de los trabajadores del mantenimiento del parque, puestos reservados para personas en severo riesgo de exclusión social. Los barrenderos de vías urbanas, los conductores de camiones de la basura, los jardineros...todos estos van aparte, por subcontrata. Muchos de ellos cobran buenos sueldos; algunos, por antigüedad y todo lo demás, incluso muy buenos. Pero esta gente juega en otra división, en la última: tras ella sólo queda el trapicheo, la prostitución o la mendicidad. Quizá sea por esto que prácticamente todas son mujeres. En las mañanas de verano, a eso de las siete y pico, veo pasar a alguna por la puerta del bar mientras voy sacando y extendiendo la pequeña terraza. Mucho pelo teñido, mucho perfume fuerte, los ojos derrumbados sobre el móvil y casi siempre solas. Luego, a la tarde, a eso de las dos y media, hay veces que me las encuentro mucho más animadas, regresando en pequeños grupos a sus hogares en el barrio pobre, ese que queda al otro lado de la carretera de circunvalación.
Aquel chico de errático caminar lo hacía unos pasos detrás de aquella mujer, madre o hermana mayor, quien sabe. Esta siempre iba mirando al suelo, hablándole entre susurros; él, sin embargo, andaba en silencio, como un gangster en barrio enemigo que tuviese el campo de visión circunscrito a la posición del cuello.
No duraron mucho. No duran mucho. Recuerdo a un conocido gitanillo que apenas aguantó un par de semanas. Prefirió seguir vendiendo calcetines y calzoncillos de bar en bar, a su aire. No pueden trabajar por leve que sea el trabajo, estar sujetos a un horario, es algo superior a su ánimo. Siempre habrá algo por ahí.
La mujer aguantó algo más que el chico. Las bromas brutales, las humillaciones, debían de ser terribles para personas tan sensibles como lo son los enfermos mentales. Era un dolor verla. En ocasiones la vi pasar con lágrimas en los ojos. Se te partía el corazón.
Salí a fumar a la puerta del bar. Una clienta, una tiarrona, hablaba por teléfono mientras deambulaba bajo los toldos. Una chica fuerte, casada, el marido dentro jugando a la tragaperras. Miré hacia el otro lado y vi a aquel chaval. Apenas cinco metros nos separaban. Parecía todavía más nervioso que como le recordaba. Un andar eléctrico, como a espasmos, y sin embargo esta vez llevaba la mirada casi fija.
Y al pasar al lado de la mujer agitó la mano y una especie de grotesca sonrisa se dibujó en su feo rostro, sonrisa y saludo que fueron correspondidos. Y siguió calle abajo mientras ella continuaba la conversación telefónica.
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