Alcé la vista. La tarde, inmensa, lucía espléndida, toda azul y dorada. Allí enfrente una blanquísima nubecilla pasaba un tanto avergonzada, arrastrada por uno de los infinitos brazos del suave viento. ¿De donde la habría sacado? ¿adonde la llevaba? ¿en manos de quien iba a dejarla? ¿acaso dentro de una negra tormenta? ¿o quizá en el cálido vientre de una de esas grandes nubes blancas?
Bajé la vista. El viento barría el asfalto de las primeras hojas caídas, las más débiles, esas a quienes la primavera despertó demasiado tarde, esas que, perezosas, prefirieron seguir durmiendo mientras sus hermanas saltaban nerviosas para coger sitio entre las ramas de los árboles.
Vi a una chica gorda cruzando el paso de cebra. La conozco. Vive con su novia en el edificio de enfrente. Hace años venían alguna vez por el bar. Parecía enfadada. Aún yendo juntas parecen enfadadas. A veces las veo pasar con el perrito, sin hablar, sin mirarse, tristes.
Ya iba a tirar el cigarrillo cuando vi bajar la avenida a dos gitanillos subidos en sus patinetes eléctricos.
- ¡Para! -dijo uno de ellos- ¡Vamos a tomarnos un café aquí, con el colega!
Es de mi edad. Lo conozco desde hace mucho tiempo. Lleva años con el hígado destrozado. Se le ve en la cara. El otro era un chaval.
- ¡Qué pasa, Kufisto!
Pidieron dos cafés a su manera, no lo pueden evitar. Los gitanos son muy infantiles.
Charlé con ellos. Me sentía bien. El mediodía había sido bueno y eso siempre ayuda.
- ¡Tómate algo con nosotros, Kufis!
- No que todavía tengo que terminar de recoger. Ahora después.
Ya estaban calzados en los patinetes cuando volví a salir a la calle con una cerveza en la mano.
- ¡Adiós, chicos!
- ¡Adiós, Kufisto!
Miré el teléfono: las tres y media. Media hora más y estaría fuera. Mi amigo Cujo, el camello, había enviado un wasap a la una y media pidiendo que le guardara el arroz si sobraba, que llegaría sobre las tres. Se lo guardé.
Hice tiempo mirando en el teléfono el Torneo de Candidatos de Madrid. ¿Cuando tendré otra ocasión como esta? Son los mejores ajedrecistas del mundo exceptuando al campeón y apenas estoy a una hora de ellos, pero...¿como llegar hasta allí sin causar ningún problema? ¿realmente quiero ya, a estas alturas de la vida, salir de casa para ver a unos tíos jugando al ajedrez? Por no hablar del dinero que supondría. Madrid es Madrid, aunque si fuera Fischer tiraría mis eternos dos meses de supervivencia por ir a verlo al Himalaya.
Eran casi las cuatro cuando entró al bar una pareja amiga. Neponiamchitchi, el líder, estaba casi forzando las tablas con negras en plena apertura y uno de los hijos de Atila se lo estaba pensando muy mucho con las blancas. Es valiente.
Hablé con la adinerada pareja. Tenía ganas de hablar con alguien. Me serví otra cerveza. Llegó uno de mis hermanos para el relevo.
Tardé lo justo en recoger mis cosas, despedirme de todos, meterme en el coche y volver a casa.
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