Suele empezar así. Tienes una buena mañana en el bar, te vienes arriba y una vez con todo limpio y recolocado en sus respectivos sitios te sirves una cerveza de barril bien fría, sales a la puerta de la calle, enciendes un cigarrillo, echas un trago, das una larga calada, miras los árboles de la mediana y los blancos edificios de enfrente iluminados por el sol poniente y desde la sombra sientes que has vuelto a conseguirlo, que todavía puedes hacerlo sin la ayuda de tu hermano y que después de todo un grano en el culo no es más que otro grano en el culo, nada que no se cure con unos días de antibióticos y antipiréticos, aunque quizá si hoy tomas, si bebes, se retrase un tanto la curación, ¡pero qué importa!, acaba de empezar octubre, tu mes, y los peores días de infección y fiebre ya han quedado atrás y hoy hace una tarde esplendida que bien merece algo más que volver a casa para tumbarse en la cama y oír audiolibros mientras intentas dormir sin llegar a caer nunca en los cálidos abismos del negro sueño profundo, de ese que al devolverte a la superficie te deja con suavidad en la orilla y no en mitad del retumbante oleaje y los relámpagos, fieros como ellos solos, siempre crueles, siempre rompiendo donde más duela aunque tú creyeras que aquello ya no podía hacerte más daño del que te hizo, pero ¡ay amigo!, ahora estás enfermo y debilitado, y estás soñando, y no dejas de soñar encallado entre rocas de aristas como navajas que se clavan en tu alma sin permitirte continuar tu descenso hacia las benditas profundidades del sueño negro, ¡y pobre de ti si, valiente, intentas zafarte de sus afiladas hojas!, entonces lo que era una amenaza en forma de juego se transforma en un castigo severo, cosa que sucedería de todos modos pero ahora lo hace con más ahínco, con más ansia, con más sed de dolor y auto-tortura...
sábado, 2 de octubre de 2021
UN GRANO EN EL CULO
Pero hoy no saliste a la puerta del bar para ver los otoñales árboles de la mediana y el blanco edificio de enfrente. Hoy saliste para sentarte junto a una pareja que no lo es y estar un rato entre ellos mientras llegaba el próximo relevo de tu hermano. Hablaban con fervor, atropellándose, de ellos mismos, de lo que hicieron hace unos días, de lo que les pasó hace muchos años, de lo que harían esta misma tarde mientras la cerveza y el humo de los cigarrillos no dejaban de caer por nuestros gaznates. Una excitación absurda para gente de nuestra edad, una excitación no tanto alcohólica como de cercanía, de proximidad, de necesidad de otro. Él no dejaba de darme ligeros toques en el antebrazo mientras hablaba, como si no estuviera del todo seguro que yo fuese una ilusión; ella, desde el otro lado de la mesa, pujaba por llamar mi atención con sus palabras pretendidamente escandalosas. Al cabo, ya en la tercera cerveza, se nos añadió uno que había pasado en un coche entre los gritos de mis compañeros de mesa. Sus historias se hicieron más zafias, más groseras, más rocosas...
Llegué a casa. Estaba medio chispado con las cuatro cervezas caídas en un estómago vacío. Pasé al water y cagué pensando qué hacer. Eran las cuatro y media de la tarde y todavía tenían que venir muchas horas. Bajé al súper tras dudarlo. Compré whisky, hielo y cervezas.
El sol está mirando el sofá a través del ventanal. No es gran cosa, era de mi difunta abuela y mi madre me lo encasquetó cuando aquella murió hace un par de años, pero el sol lo mira mientras se va hacia otras ventanales, otros sofás, otros árboles, otros edificios, otras vidas y otros planetas, los mismos de siempre.
Quien sabe, quizá también él ande con un grano en el culo mientras huye de la eterna noche que le rodea con cuatro cervezas en un núcleo sólo lleno de fuego abrasador.
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