domingo, 10 de octubre de 2021

HUELE A ESPÍRITU JOVEN

 


Alcé la vista y vi a dos chavales echando unas canastas en la pista adyacente al viejo pabellón. Uno de ellos, gordo, fofo y con gafas, lanzaba la pelota contra el tablero de una forma que daba asco verlo, tal era la desgana y el desacierto. Las más de las veces no tocaba ni aro. El otro, por contra, un chico delgado y atlético de pelo largo y rizado, tiraba en suspensión y trotaba ágil en pos de la pelota tanto tras sus tiros como los del inane ser con quien estaba pasando la última hora de la tarde, ya ensombrecida y fresca en aquel arrabal del pueblo.

Fue cuando andaba un poco más cerca, a unos cincuenta metros, que dudé si el chico que al menos lo intentaba no era sino una chica que estaba intentándolo, Me acerqué un poco más y sí, era una chavala de pequeños pechos. Bajé la vista a la tierra (no me gusta mirar al pasar por esos sitios) y justo estaba llegando a su altura cuando la pelota salió botando por la portería de futbito. Me agaché para recogerla y devolvérsela a la chica que venía por ella, apenas había un par de pasos de distancia a mi favor y podría no haberlo hecho, pero siempre devuelvo los balones que encuentro a mi paso aunque en este caso fuese un tanto ridículo por la cercanía. La flexión del cuerpo después de una hora de camino causó que se escapara un leve ay de mi boca. Y fue entonces, en ese sólo instante en el que me dio las gracias con una gran sonrisa, que la vi.

Era preciosa. Llevaba una gastada camiseta de Nirvana, precisamente de Nirvana, y era tan grande la exultante juventud de aquel rostro tan atractivo por natural que el resto del paseo lo hice como sonámbulo, preso de ensoñaciones a cual más quimérica. Llegué a casa e intenté escribir algo, pero no pude. Y hoy, dos días más tarde, intento hacerlo.

Volví a pasar ayer por allí. Es mi camino y no me sentí culpable. Pero esta vez iba con la vista alzada. No había nadie más que unos chiquillos jugando al fútbol. Tampoco se escapó ninguna pelota mientras pasaba con la cabeza baja. El resto del camino lo hice oyendo el audiolibro de Ligotti. Cerca de casa alcé la vista hacia el acristalado del supermercado y vi la mirada de un cajero tras su mascarilla. Él no hizo ni el amago de saludar y yo tampoco, no esta vez. La antigua amistad ya queda muy atrás. Sentí hasta hostilidad en los ojos de esas manos enguantadas en látex azul que esperaban recibir el dinero por la mercancía de una señora que andaba rebuscando en su bolso. Fue como si odiara que hubiésemos sido amigos. Fue como si deseara no haber conocido nunca a aquel chaval con el que compartió porros, alcohol y risas en los breves años en que Nirvana fueron los reyes del mundo que por entonces compartíamos, poco después de haber dejado de lado para siempre las pistas de fútbol y baloncesto.

El día había sido duro. Lleno de energía después de una noche de sueño profundo, vacío y reparador me había zambullido en él otra vez en pos del dólar, de mi dólar. Y tanto fue así que la noche se me hizo larga y espesa de tan cansado como me dejó nadar en tantas piscinas, propias y ajenas. El paseo final había sobrado. Sí, había sobrado totalmente. Eso fue lo que me mató, tal y como me lo había olido poco antes de salir a la calle. Pero tenía que hacerlo.

Hoy desperté cansado. Hoy no iba a hacer nada más que lo imprescindible. Hoy no iba a haber calistenia, ni saco, ni paseo. Hoy el bar de siempre y fuera. Luego, cuando saliera a las cuatro, una pequeña siesta si era posible, un buen baño caliente, algo de cenar, algo del volcán y a la cama con Ligotti, con Lovecraft o con Nietzsche.


El día pasó lleno de signos de agotamiento, entre parejas agotadas que, aburridas, comen mejillones de lata y blísters de caña de lomo ibérico; entre viejos amigos que no hacen más que cagarse en Dios mientras beben cerveza, ven la Fórmula 1 en sus móviles y comen lo que les pongas; entre tipos duros y desconocidos de burdos tatuajes talegueros que piden cafés con chorritos de alcohol y hielo; entre ciegos sobreprotegidos y ya jubilados desde hace tiempo con pensiones estratosféricas que lo primero que hacen al entrar al bar es pasar a cagar; entre viejos acojonados a quienes les han descubierto un tumorcillo de nada, "una cosa sin importancia", pero que no por ello y por prescripción facultativa pasan también el donoso escrutinio de una quimioterapia buenrollera mientras leen el As y hablan a voces del partido de la selección que supongo estará jugándose en estos momentos; entre separadas de rostro tan duro como un "¡no!" de Hannibal Lecter a Clarice que ríen con malignidad desde la mesa adyacente al maldito televisor...


Salí del bar. Y me eché una pequeña y ligerísima siesta que también la gata, excepcionalmente, compartió conmigo. Cuando desperté del duermevela vi que todavía estaba allí porque noté un bulto moviéndose perezosamente bajo la manta tirada adyacente a mi cama china. Todo es adyacente. Todo. Pabellones, pistas, colegas, clientes, camas y mantas. Todo adyece. Todo ad.


Ad. Ad libitum. Ad tres cervezas en el frigo. Ad chino. Ad botella de Johnnie Walker. Ad...Me cago en Dios.


Qué guapa. Qué sonrisa.


Todo adyece. Lo que pasa es que todavía no hemos descubierto los agujeros de gusano.


El agujero de tu gusano.




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