Alcé la vista y vi a dos chavales echando unas canastas en la pista adyacente al viejo pabellón. Uno de ellos, gordo, fofo y con gafas, lanzaba la pelota contra el tablero de una forma que daba asco verlo, tal era la desgana y el desacierto. Las más de las veces no tocaba ni aro. El otro, por contra, un chico delgado y atlético de pelo largo y rizado, tiraba en suspensión y trotaba ágil en pos de la pelota tanto tras sus tiros como los del inane ser con quien estaba pasando la última hora de la tarde, ya ensombrecida y fresca en aquel arrabal del pueblo.
Fue cuando andaba un poco más cerca, a unos cincuenta metros, que dudé si el chico que al menos lo intentaba no era sino una chica que estaba intentándolo, Me acerqué un poco más y sí, era una chavala de pequeños pechos. Bajé la vista a la tierra (no me gusta mirar al pasar por esos sitios) y justo estaba llegando a su altura cuando la pelota salió botando por la portería de futbito. Me agaché para recogerla y devolvérsela a la chica que venía por ella, apenas había un par de pasos de distancia a mi favor y podría no haberlo hecho, pero siempre devuelvo los balones que encuentro a mi paso aunque en este caso fuese un tanto ridículo por la cercanía. La flexión del cuerpo después de una hora de camino causó que se escapara un leve ay de mi boca. Y fue entonces, en ese sólo instante en el que me dio las gracias con una gran sonrisa, que la vi.
Era preciosa. Llevaba una gastada camiseta de Nirvana, precisamente de Nirvana, y era tan grande la exultante juventud de aquel rostro tan atractivo por natural que el resto del paseo lo hice como sonámbulo, preso de ensoñaciones a cual más quimérica. Llegué a casa e intenté escribir algo, pero no pude. Y hoy, dos días más tarde, intento hacerlo.
Volví a pasar ayer por allí. Es mi camino y no me sentí culpable. Pero esta vez iba con la vista alzada. No había nadie más que unos chiquillos jugando al fútbol. Tampoco se escapó ninguna pelota mientras pasaba con la cabeza baja. El resto del camino lo hice oyendo el audiolibro de Ligotti. Cerca de casa alcé la vista hacia el acristalado del supermercado y vi la mirada de un cajero tras su mascarilla. Él no hizo ni el amago de saludar y yo tampoco, no esta vez. La antigua amistad ya queda muy atrás. Sentí hasta hostilidad en los ojos de esas manos enguantadas en látex azul que esperaban recibir el dinero por la mercancía de una señora que andaba rebuscando en su bolso. Fue como si odiara que hubiésemos sido amigos. Fue como si deseara no haber conocido nunca a aquel chaval con el que compartió porros, alcohol y risas en los breves años en que Nirvana fueron los reyes del mundo que por entonces compartíamos, poco después de haber dejado de lado para siempre las pistas de fútbol y baloncesto.
El día había sido duro. Lleno de energía después de una noche de sueño profundo, vacío y reparador me había zambullido en él otra vez en pos del dólar, de mi dólar. Y tanto fue así que la noche se me hizo larga y espesa de tan cansado como me dejó nadar en tantas piscinas, propias y ajenas. El paseo final había sobrado. Sí, había sobrado totalmente. Eso fue lo que me mató, tal y como me lo había olido poco antes de salir a la calle. Pero tenía que hacerlo.
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