- Probablemente ya te lo haya dicho...-dijo, solemne, el viejo
Hizo una pausa para dejar la caña y el platillo vacíos sobre la barra. Nos miramos y un tanto estupefacto al ver que se dignaba a dirigirse a mi para algo más que pedir su consumición pensé que iba a dictar la por otra parte habitual sentencia favorable que recibo en estos casos.
- ...y si no te lo he dicho lo repito: colecciono monedas antiguas, billetes, todo aquello relacionado con la numismática...
Bien. Fue algo así como abrir un folleto del DIA y ver los planos de un submarino japonés. No supe qué cara poner ni casi qué decir
- Ya...entiendo, entiendo...
- Tan sólo quiero decirte que si conoces a alguien interesado en su venta -continuó- hagas el favor de comunicármelo
- Claro -respondí-, claro...No se preocupe.
- Magnífico. Adiós.
Y se marchó andando de esa manera que anda, como si a cinco metros hubiera una sonriente y distinguida señora esperándole para bailar un bolero. Claro que hoy, por primera vez en los años que le conozco, no había nadie con él: ni mujer, ni hija, ni yerno, ni nietos. De entrada fue a sentarse en la única mesa que claramente estaba ocupada, aunque en ese momento sus inquilinos estaban en la tragaperras entreteniendo a su pequeña con los simpáticos monstruos que animan al personal a jugarse los cuartos y aún mejor los enteros. El viejo dejó el sombrero y el abrigo sobre la bancada y quizá viendo ya de cerca los vasos medio llenos se trasladó a la gran mesa de pie del salón donde suelen ponerse cuando vienen todos juntos, pero al final acabó por sentarse en un taburete frente al ventanal. Y allí se quedó un buen rato con su caña y sus patatas con chorizo picantón, mirando a través del cristal, en el silencio que acostumbra, no roto en el día de hoy por los demonios de sus nietos extrañamente ausentes y ya a esa hora y visto lo visto hasta echados de menos por mi.
La mañana ya estaba más vencida y acabada que un día de la Constitución en el medio-oeste de África cuando por sorpresa llegó un viejo amigo que vino a esperar a otro suyo. Charlamos un rato de sus negocios, de sus cosas, siempre divertidas, aún las dolorosas, y pasó un buen rato hasta la llegada del tercer hombre. Salimos a fumar y se nos unieron las dos que quedaban dentro excepto el negro y la niña de una de ellas, una amiga de ambos. Hablamos del frío y de las facturas de gas, de lo mal aislados que están los pisos nuevos y de los remedios caseros para reducir el consumo. Todos habíamos leído algo en algún sitio y ninguno había hecho nada. Pero al menos daba para reírse un rato.
En esas estábamos cuando Rodrigo llegó y tras los saludos pasamos para adentro. Los otros cuatro pagaron, se fueron y ya solos cogí el medio conejo que mi madre había cocinado para mi y lo saqué para compartirlo con los dos. Mi amigo dijo que ni de coña por hartas razones de infancia y el otro no le hizo ascos en cuanto le dio el primer bocado. Es curioso, pero todos estos que tienen tanta pasta y están tan hartos de lo mejor de lo mejor es probar una cosa casera, de madre, y comen que se le caen las lágrimas. Recuerdo a uno, un tragaperrero forrado de billetes, el típico mafioso del negocio, que una vez nos lo llevamos a casa de la abuela y sólo le faltó ungirle los pies tras probar su guiso. A cambio y un par de días después nos trajo unas docenas de huevos de sus gallinas como no he probado en mi vida. "Ni a mis máquinas cuido tanto como a mis gallinas" decía. Doy fe.
Esta clase de tíos, los tíos de dinero, si tienen una cosa en común es su apetito por las mujeres: consiguen dinero para tener las mejores mujeres. Y hacen lo que haga falta no por el dinero, sino por ellas. Luego, claro, estarán los psicópatas del dinero, por supuesto; pero esto es más un signo de impotencia que de otra cosa.
Recuerdo un mediodía de no hace mucho. Yo estaba ahí, tras la barra, y Rodrigo llegó con sus dos hijas pequeñas. Las niñas, muy formales y bien educadas, se sentaron en una mesa con sus trinaranjus y sus chucherías. Rodrigo se quedó en la barra, junto al grifo, con su cerveza y el móvil, a su aire, ensimismado. De vez en cuando alguna de sus hijas se le acercaba para decirle algo en voz baja y él les respondía casi que sin mirarlas, aunque cariñosamente. Y en eso que una de las veces que estaba echando cerveza del grifo pensé en darle un discreto vistazo a aquello que Rodrigo estaba mirando en su móvil con tanta atención. Y ya en el pilón, enjuagando los vasos que el bendito lavavajillas limpiaría, alcé la vista hacia mi derecha para ver lo que él estaba viendo. Tal vez fuesen conversaciones de wasap, o documentación de los negocios, o el índice de la Bolsa de Madrid, o...tías en bolas. Media hora llevaba así. Media.
Nos comimos el conejo ante la incredulidad de mi amigo.
- Me miras como si no te lo creyeras -le dijo Rodrigo a mi amigo- ¡con lo tiquismiquis que soy con la comida! Pero está bueno. Está cojonudo. Felicita a tu madre, Kufisto
- Lo hago casi todos los días, Rodrigo.
Se fueron y otro decepcionante turno de mañana, casi escatológico, llegaba a su fin cuando apareció una pareja de gilipollas. Difícilmente puedo describir a alguien tan tonto, así que no lo haré. Después llegaron otros dos casi más estúpidos que ellos, pero yo ya estaba a punto de irme.
En esas andaba cuando el más imbécil y borracho de todos preguntó en voz alta:
- ¡Kufisto! ¿qué se piensa detrás de la barra de los que estamos fuera de ella?
Y justo en ese momento llegaron más refuerzos al grupo. Estaban abrazándose como si fueran a desaparecer cuando llegó mi hermano.
Salí a la calle. El sol estaba en las cuatro y pico de un día de diciembre. Una hora, quizá hora y cuarto, no más.
Poca luz para tanta sombra.
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