La silla se ve fantástica en la foto de la caja.
Y es cómoda: había una montada en el centro comercial, una junto a muchas otras, cada una bajo su respectivo ataúd y precio. Probé en cuatro o cinco y enseguida supe cual era la mía. Dudé algo más al elegir el color, pues aunque los dos modelos eran en negro variaba el tono de algunas zonas, la una en azul y la otra en rojo. Salí a por un carro para transportarla hasta el coche, pagué en la caja rápida a una chica pelirroja y regresé a casa.
El día amaneció para mi media hora más tarde que de costumbre, no más. Sin pensarlo mucho me tomé un antihistamínico caducado (ayer pasé un día horroroso por primera vez en un montón de años y hoy al despertar vi que iba por el mismo camino) hice mi tabla de ejercicios después de una semana sin hacerla y apenas noté una leve molestia en el hombro, quizá más psicológico que otra cosa. Luego la ducha, el desayuno y como todavía tenía tiempo fui al bar para recoger algunas cosas que me harán falta en casa durante estos días. También conté las monedas del bote (mi hermano había dejado una nota), hice tres partes y tras cerrar la puerta con alguna dificultad que me hizo comprender porque los más de los días sólo está echada una llave volví por donde suelo volver algo más tarde. Dejé las cosas a la buena de dios mientras no necesitaran frío, le eché de comer y de beber a la gata y me fui andando hacia los juzgados.
Iba bien de tiempo pero se me hacía raro que no me llamara mi hermano, el maestro; y apenas a cien metros lo hizo.
- ¿Donde estás? -
- Estoy llegando-
- Vale -
Unos segundos más tarde vi su figura, me quité los auriculares y ya junto a él nos saludamos y pasamos para adentro.
En la entrada había un chico tras una mampara que supongo era el de seguridad; era joven y entre que mi hermano no se explicaba bien y que él parecía estar haciendo una sustitución veraniega pareció como si alguien hubiera de venir en nuestra ayuda. Al final todo se aclaró sin que yo tuviera que abrir la boca y sin pasar por el detector de metales subimos a la segunda planta, casi vacía comparada con la primera. Allí solo había una chica gordita y al otro lado de la sala de espera una yonqui con las rodillas magulladas que hablaba por teléfono en voz alta y ronca.
Hablamos mientras esperábamos a nuestro abogado. Nos vemos poco (él vive con su familia en otro pueblo) y con todo y con eso la cosa no resulta complicada. Tuvimos una relación muy fuerte hasta los veinte años (apenas nos llevamos unos meses) y luego compartimos curro durante años, hasta hace diez o así que él se hizo profesor y se fue del bar. Me habló de su destino de este año (sigue de interino), le pregunté por sus hijas, hubo sitio para las cosas de la salud y también para que yo volviera a fijarme como siempre en la fuerza y calidad de su pelo. En esto estábamos cuando llegó el abogado, un chaval joven, delgado y entusiasta que tiene toda la pinta de ser del Opus Dei.
- ¿Tenéis los deneís? -
Se los dimos y pasó otra vez para adentro. Qué pelo tiene mi hermano. Qué cabrón.
Salió y nos hizo pasar para firmar un papel que nos extendió una funcionaria que debe estar a punto de jubilarse. Yo, sin darme cuenta, me quedé con el mío y él, con mucha delicadeza, me lo retiró para devolvérselo a la mujer.
- Bueno, pues ya está -dijo- Ahora sólo hay que esperar y tener paciencia-
Estábamos despidiéndonos cuando mi hermano le pidió un justificante para el trabajo. El abogado dijo que no había problema y que esperáramos un momento. Una gitana gorda que no estaba antes se puso a hacer pucheros mientras hablaba para sí de los "gitanos malos"
- Te espero abajo -le dije a mi hermano-
Una mujer de la limpieza, gordísima, pasaba desganada la bayeta sobre el mostrador de la entrada mientras hablaba con el de seguridad. Un calvo cabizbajo esperaba sentado con un par de papeles en las manos. Un chaval miraba hacia las escaleras.
Subí a la primera planta y allí vi a mi hermano. No sé de donde había salido tanta gente pero aquello estaba casi lleno. Al poco bajo la yonqui de la segunda que, taconeando escandalosamente, me miró al bajar.
- Te queda bien la coleta -dijo mi hermano al salir- Te da pintas de fucker- dijo riendo-
Me acercó a casa. Tenía ganas de estar y hablar conmigo. Aparcó y se fue a ver a nuestra madre. Quizá tuve que hacer lo mismo.
Miré la cuenta bancaria en el ordenador y vi que me había quedado al descubierto. Cogí dinero, un par de facturas de la luz para pagarlas en Correos y volví a salir.
El último de la fila callejera de Correos resultó ser un antiguo condiscípulo, uno que ni entonces me gustaba. Él me reconoció, yo lo reconocí y no nos dijimos nada. Me tocó el turno, pagué las facturas a una mujer nerviosísima y tiré hacia el banco.
Una señora gorda esperaba turno en la puerta que da acceso a los dos cajeros automáticos del interior. El exterior estaba ocupado por un pijo con todas las letras, un eventual cliente mío que hace tiempo no veo por el bar. Claro que yo ya solo trabajo por las mañanas.
Adentro había problemas con las puertas automáticas: los que querían salir no podían hacerlo. Entonces salió un empleado y vi que era un cliente mío. No sabía que era banquero, incluso mi banquero, aunque sí que había pensado que sólo podía ser banquero o abogado.
- ¡Hola, Kufisto! -
- Hola -respondí-
- Las puertas...-
- Sí-
De vuelta a casa hubo un momento en el que me di cuenta que casi todos iban con la mascarilla puesta, algo exagerado, como el noventa por cien. Y de repente vi a uno que se acercaba y no la llevaba puesta. Y cuando lo reconocí casi que quise evaporarme por evitar a alguien tan cansino.
- ¡Kufisto!
- Hola, Carlos
- ¡Qué es de tu vida?
Menudo pelazo tenía el cabrón.
- Hostia qué pelo, ¿no?
- Sí...me he dejado el tupé...¡Y tú coleta!
Y se puso a explicarme su eterno amor a Loquillo y demás mierdas.
- Tengo que irme -le dije- Tengo prisa-
- Bueno, luego te veo, Kufisto, ¿no? Tengo que hablar contigo...-
- Claro, claro...adiós-
Comí bien y un rato después me fui a la cama. A esa hora yo debería estar tirando alguna caña o destapando algún refresco o mirando el móvil en el rincón de la vitrina del bar. Pero hoy no tenía nada que me impidiera dormir al mediodía. Y dormí.
Abrí los ojos y volví a cerrarlos y al rato vi como vuela el tiempo cuando uno está en duermevela. Estiré las piernas, estiré los brazos y me fui a comprar para estos días.
A la vuelta le di una sesión al saco de boxeo de mi dormitorio; un poco como unas horas antes, al despertar, lo había hecho con el peso de mi cuerpo, como mirando, como viendo...Fue bien.
"¿Y comprar una silla para el ordenador? Una silla buena, una de esas que hay en el centro comercial? Llevo diez años escribiendo sobre una silla cuartelera, con una almohada sobre ella para no reventarme el culo, la espalda tronchada...¿no tendrá esto que ver para no tener ganas de escribir?"
La silla se ve fantástica en la foto de la caja.
Mañana llamaré a mi tío el manitas.
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