Los chiquillos, ya del todo desatados, hicieron del bar otra habitación de juegos. Tal que el santo al que Zaratustra encontró en el bosque al bajar de su montaña, corrían, gruñían, reían y lloraban como arrebatados por el dios de los niños. La más pequeña, de apenas dos años, una criatura que parece una manzana riente, a veces se sentaba junto a la madre para bailar sobre ella un vídeo de Youtube. La puerta del water de señoras, heroica, soportaba como podía las continuas idas y venidas del resto. En el salón, junto al ventanal, en una de las dos mesas altas, dos maduras parejas tomaban sus consumiciones de todos los sábados como si esta vez estuvieran esperando la llegada de Hércules Poirot. En la otra dos parejas más con una niña pequeña que finalmente también fue poseída de la furia, pues reconocía en ella a los amiguitos del lejano barrio donde todos ellos duermen, pero no tardaron mucho en irse. Y a la izquierda, en la gran mesa alta del fondo, junto a la pared donde hace muchos años estuvo la bendita máquina de dardos, una solitaria y taciturna pareja de jubilados quizá se preguntaban la razón o el motivo que les había impulsado a salir también hoy de su cercana casa siendo como era un frío mediodía lleno hasta los topes de nubes amenazadoras. Y por primera vez en los tres o cuatro meses que lleva viniendo eché de menos al viejísimo médico cascarrabias del solitario café y el vaso de agua, a ese que se sienta en la única mesa baja disponible para leer los periódicos en modo biblioteca, a ese a quien cuando llega el fin de semana y para liberar la única mesa baja del salón le insto de buenas formas a hacer lo suyo sobre una de las pequeñas mesas de apoyo que tenemos casi al lado de la gran mesa alta del fondo, cosa que ni a él ni a nadie le importa mucho de momento mientras tenga disponible una silla en la que sentarse. Pero...¿donde está Dios cuando se le necesita?
Eran las dos y media de la tarde cuando empezó a llover de verdad. La pareja del fondo se marchó enfurruñada, quejándose él de haberle hecho caso a la mujer y venir hasta aquí en un día como hoy, y encima andando, sin la compañía de los amigos de siempre y sin paraguas. Ella sonrió aburridísima. Y entonces fue que salí a la puerta del bar para fumar un cigarrillo y ver la lluvia caer. Pero allí también estaba él, el todavía joven abuelo de una de las cuatro criaturas. Claro está, tuvimos que hablar mientras fumábamos.
Empezamos, empezó, por lo obvio: el marmitako que yo había cocinado durante buena parte de la mañana y del que tanto sobró. Alabó brevemente su sabor, no hizo pregunta alguna, y enseguida pasó a explicarme pormenorizadamente lo que ellos tenían preparado para comer. Luego llegó el virus y su determinación a ponerse la vacuna en cuanto esté disponible. En esas estaba cuando sentí un buen sobe en el culo. Era ella, la madre de los otros tres niños.
- Cada vez tienes menos culo, Kufisto -
Normalmente se conforma con palparlo a modo de broma, pero hoy se recreó, sin duda animada por el par de litros de cerveza que ya llevaba en el cuerpo. La dejé hacer, el abuelo dijo algo, tiré el cigarrillo consumido y volví para adentro.
- Vente con nosotros cuando salgas -me dijo-
- No -respondí-
- Cobarde -
Se fueron. Recogí. Me eché una cerveza. Eran las tres y media. Una hora más y también yo estaría afuera.
Cambié la música. Quité el jazz para poner a los Motorhead. Cogí el vaso y me fui al ventanal.
Llovía bien. Llovía sobre el charco formado ante el reductor de velocidad del paso de cebra. Me fijé en los perfectos círculos que las gotas de lluvia dibujaban al ir cayendo las unas cerca de las otras antes de la llegada de los desastrosos neumáticos. Y viendo la forma que creaban al caer sobre la tierra recordé algo que hace muchísimos años me dijo un viejo que conocía la lluvia.
"Llueve bien" pensé.
Apuré el vaso, fui a la barra, cambie a techno y regresé al ventanal con otro vaso de cerveza en la mano.
Sí. Llovía bien.
De puta madre.
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