Uno fantasea con la historia que algún día vendrá. Y luego, cuando estás en ella, nada es como te pareció que sería.
Miguel llegó solo al mediodía, sin la mujer ni los hijos por primera vez en mucho tiempo. Pidió una cerveza, se la puse y él empezó a hablar de películas, buenas películas aunque tampoco las mejores de los mejores. Estaba nervioso, como quien intuye que el otro sabe lo que hay detrás de las cámaras. Yo le seguí el juego; a fin de cuentas las pelis de las que él hablaba eran obras de algunos de mis directores favoritos. Estábamos solos en el bar y todavía había tiempo. Clint Eastwood, Stanley Kubrick y Quentin Tarantino aparecieron sin solución de continuidad hasta que al final, nervioso, se rindió a la evidencia.
- No estoy bien con mi mujer...-dijo-
- Ya me enteré de la movida -respondí-
- ¿Así que lo sabes?-
- Algo me contaron-
Una bronca. Una de las gordas. Una noche de drogas y alcohol con un colega de parecido pasado que casi acabó como el rosario de la aurora. Una mala noche.
Salimos a fumar.
Y entonces fue que el sueño se desvaneció. Todas las buenas palabras, todos los consejos, todas las ideas que había pensado para ese momento fuéronse desvaneciendo tal cual intentaba decirlas. No había contado, por supuesto, con el dolor mental del otro aún pasadas tres semanas del suceso. En mi sueño todo era hablar yo y escuchar él; en la realidad todo yo me he transformado en una oreja, o casi: cuando uno está así de jodido, primero, antes de todo, lo que quiere es justificarse ante el amigo. Y me contó su justificación, bastante alejada de la que yo oí por muy diferentes bocas. Y para no herirle le dejé hablar una y otra vez de lo mismo. El sueño iba desvaneciéndose otra vez ante mi impotencia.
Pasó un coche todo follado pitando el claxon. Saludamos los dos aunque yo no lo reconocí. Echó el intermitente para aparcar en la calle de abajo. Y era uno que está mucho peor que él. La conversación se acabó, pasamos para adentro y ellos quedaron hablando de sus cosas.
Poco a poco el domingo fue tomando forma hasta llenar el bar casi al completo. Entonces vi entrar al viejo médico y recé porque se largara; apenas quedaba un recodo y no quería que fuese para él. Con todo, se vino a la barra, pidió su puto café y con una mirada le indiqué el único lugar disponible para ello, una mesa alta de veinte centímetros de lado y sin taburete alguno; pero él, con sus santos cojones, se fue a ella con El País, aunque un rato más tarde hizo la jugada que suele hacer y, tras sacar una silla de las amontonadas, fue a acoplarse en una mesita de apoyo. Me cagué en Dios pero no dije nada.
Sonia llegó con sus padres como todos los domingos. No se acercaba a pedir las cervezas y las tiré sin pensar, es cosa hecha; pero al dejarlas me dijeron que faltaba alguien por pedir, una chica que estaba hablando con otras e una mesa cercana.
- No te preocupes, Kufisto -dijo Sonia sonriendo- ahora te lo pide ella-
Vino a la barra y me lo pidió. Era la hija de su padre, del manchego, no como Sonia que es hija de su madre, de la francesa.
¡Qué diferencia!
Pero con todo y con eso no veía a nadie. Ni a Sonia. Una pesadez grande me inundó casi que por completo. Un asqueo dominical, un hartazgo de fin de semana, de fines de semanas, inundaron mi espíritu hasta dejarlo casi seco. Y me eché un vino y un poco de queso.
Y entonces vi a Sonia, delgadísima con su larga melena pelirroja. las piernas cruzadas en el taburete, tan natural, tan fácil, tan guapa...
Un paseo por París, un paseo abrigado. Una sonrisa eterna. Un hotel que espera. Un abrazo. Una mirada y un beso. Uno que toca Mozart con una flauta. Un olor a pan recién hecho.
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