Era el mediodía de un suave sábado invernal. El sol va recuperando la salud a nuestros ojos y nosotros con él. Un leve manto de nubes, como de primavera, hacía palidecer la escena a modo de gasa en la cámara para una vieja estrella. Todavía es demasiado pronto, o demasiado tarde, quien lo sabe. Llegó mi tío y riéndose preguntó si no le había visto pasar delante del ventanal. Pasé adentro y le puse un café.
Las cañas salieron más que bien e hicimos una buena caja. Hubo de todo: gente con dinero, de derechas y todavía riente, pero ya temerosa por la cercanía de las puertas de la vejez y una parejita de críos con un billete de cinco euros que el chico no dejó caer en la barra hasta que se lo cogí; también un par de golfillos respetuosos con la leyenda del bar y una pequeña familia de circunspectos y educadísimos rojos sentados; tuve gente del lejano y silente pasado que hoy casi se enervaron al contarme una noticia pueblerina de la que han sido testigos y un par de viejas amigas, medio locas las dos por la menopausia, que cuando parecían estar a punto de llegar a las uñas se dieron de besos y abrazos en presencia de la maleducada hijita de una de ellas. También hubo ausencias, ausencias significativas, pero hoy no dio tan poco como para echarlas de menos.
REM tiene muy buenas canciones y yo las escuchaba y cantaba con mi amor cuando era joven, estúpido y enamorado. Hoy las tarareo entre dientes mientras limpio los restos.
Pronto, demasiado, llegó la hora de los cafés y sus copas. Era mi última hora en el bar y estaba claro que iba a comérmela entera. Un numeroso y en su mayoría conocido grupo de maridos sin mujeres entró como si casi todos las hubieran mandado a la mierda. Puse mi lista de techno y un gintonic que bebí en dos tragos mientras se aclaraban. Alguno ya iba triturando chicle como si fueran las cuatro de las madrugada. Otros, "curiosamente" todos los que no conocía, tenían caras como de salmón que baja la corriente. Era una reunión del viejo equipo de fútbol de veinte años atrás, de cuando eran chicos, estúpidos y estaban enamorados.
Atroné el bar con mi música. Hubo quien bailó mientras esperaba su copa de mis desatadas manos. Enseguida llegó más gente para lo mismo. Grandes grupos de gente desconocida, nunca vista por mi, vinieron hoy para darme su dinero a cambio de mi aturdimiento. Yo volaba de un lado a otro de la estrecha barra. Vasos, copas, hielos y pinzas del demonio deslizábanse entre mis manos como cartas marcadas en las de un mago. Gente a la que no le interesaría verme ni en pintura ni detrás de la barra estaban allí, al otro lado, para que esta vez les diera de beber. Gente a la que, igual hoy que ayer, lo mismo le daría que no despertara mañana estaban allí para beber de mis frenéticas manos. Gente que mañana no veré y que quizá nunca vuelva a ver vinieron hoy a mi, agitando brazos y manos, lanzando como rayos ansiosas miradas en cuellos casi a punto de escupir su nuez por otra puta copa, por una copa, por la primera copa...
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