sábado, 28 de diciembre de 2019

CUADRO ABSTRACTO

En realidad él y su novia eran los auténticos Adán y Eva. Toda la historia, tan conocida, no había sido otra cosa que engaño de reyes y de iglesia católica. Me habló, excitándose cada vez más, de largas eras de tiempo circular. Y ahora, desde hacia 33 años, le había tocado regresar aquí para reclamar su trono, pues era él y no Jesús, "ese pederasta", el auténtico Salvador. Él como Señor de la Muerte y su novia como Señora de la Vida.

El asunto había comenzado una media hora antes con otro café a cuenta. Parecía el mismo de estos últimos meses en los que hemos tenido un cierto contacto a través del bar, nada fuera de la pura formalidad. Resultaba evidente que era un tío con problemas pero al menos no te daba la brasa con ellos. Frases sueltas y sentenciosas cuyas respuestas se dan por sabidas sin esperar otra contestación que una palabra o corta frase ya mil veces oída. Una mera cuestión de cortesía.

Poco a poco, como de costumbre, fueron otros que lo conocían quienes me contaron al menos parte de sus problemas. Era un golferas que entre juergas, viajes y coches se había pulido un gran capital durante el último año y ahora estaba viéndole las orejas al lobo. Un buen chico, claro, un buen chico de esa manera, por supuesto: nadie es tan malo entre nosotros. Después de todo ninguno de los que andamos por aquí hemos salido perfectos.

Hará un par de semanas que empezó a pedirme al debe. Hasta entonces había sido buen pagador y no me importó. No era más que un café, quizá un zumo, y eso no se le niega a ningún cliente que te lo pida con educación. "Me muero de vergüenza, Kufisto", "no tiene importancia, déjalo"

Esta mañana, al mediodía, llegó con una cara peor de la habitual. Le puse el café y no tardó mucho en dar buena cuenta de él. El zumo no se lo hice porque ya estaba liado y no podía entretenerme, algo que entendió, aunque le ofrecí un trina de naranja que no aceptó. Y un rato después se fue con su mochila a otra parte tras despedirse.

Eran las cuatro de la tarde cuando, cosa rara, regresó por otro café. Apenas había gente y charlamos algo. Yo le notaba más nervioso. Oí de su propia voz lo que ya había escuchado en la de otros aunque presentado de diferente forma. Y empezó a hurgar en la mochila, sacando cosas como cuadernos y lapiceros. Al final se decidió y me mostró un dibujo que había quedado claro quería enseñarme.

Pura abstracción. Un gran triángulo invertido con muchas líneas de colores vivos y chillones que salían desde su centro hacia los márgenes. Lo miré con atención y no me dio tiempo ni a preguntarle qué representaba. Dijo que era él y su novia. Habló de como al instante de conocerla la reconoció de otras vidas y lejanas eras. Y a partir de ahí, como dique que se rompe, llegó todo lo demás.

Durante quince o veinte minutos escuché imperturbable las mayores barbaridades que he oído en mi vida, dichas eso sí con tan apropiado vocabulario que llegó a sorprenderme. Todo el mundo estaba tras él, todos querían evitar que él recuperara su legítimo trono, ese desde el cual haría tal escabechina entre tantas cabezas que este infierno volvería a ser el Paraíso que en realidad es. Era una especie de delirio no del todo caótico. Extrajo una enorme tablet de la mochila para enseñarme más material gráfico, algo que hacía con increíble agilidad dactilar. Entremedias le dejé el teléfono para que llamara a su gente en Madrid, sin éxito. Estaba sin coche y necesitaba irse a Madrid. Un par de veces, con un leve gesto, le dije que bajara el tono, pues estaba excitándose cada vez más y sus tremendos desatinos ya casi podían ser oídos por los clientes que iban entrando al bar, un tanto moscas por el extraño aspecto del individuo en mi esquina. Yo atendía y volvía con él para no dejarlo solo, pero llegó el momento en el que la marea ya no permitía la marcha atrás. Y justo entonces apareció un buen amigo de la casa y también suyo y fue que aquel lo saludó y yo respiré un tanto al ver que no podía caer en mejores manos.

De vez en cuando, entre servicio y servicio, les echaba un ojo y un oído. Esperaba ver en cualquier momento la cara de estupefacción de mi sensible amigo ante el brote psicótico que estaba sufriendo el suyo. Pero no fue así, ya que con él se limitó a hablar casi que desesperado de la urgente necesidad que tenía de ir a Madrid. Mi amigo se ofreció a pagarle el billete de tren pero él no quiso, necesitaba llevarse sus bultos, sus cosas, y eso no podía meterlo en el tren. Vi a mi amigo devanarse la cabeza para ver como podía ayudarlo, pues estaba claro que él no podía hacer el trayecto ante sus múltiples compromisos. Al final salieron y no los volví a ver.


Luego todo fue gente que hablaban, reían y bebían bajo el potente sonido de la música del bar.

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