jueves, 5 de diciembre de 2019

CARAMELOS PARA TODOS

Yo estaba esperando a que la mujer de atención al cliente acabara de atender a otro por teléfono cuando él llegó por detrás como sin muchas ganas de que le hicieran ningún caso. Arrastrando los pies, con la cabeza baja y las pupilas altas llegó hasta el otro extremo del mostrador, junto a la garrafa de agua con limón. Cogió un vasito de plástico y se sirvió con cuidado. Me fijé en sus pies, casi desnudos sobre unas chancletas y en la panza colgandera, la típica entre los alcohólicos que retienen líquidos. Llevaba la camisa un poco por fuera, bajo el jersey y el abrigo, dejando los riñones desprotegidos y pensé en el cuidado que suelo poner para que a los míos ni les roce el frío. Un gorro raído cubría su cabeza. El rostro abotargado y los ojos hinchados no hacían sino confirmar que las malas noches habían pasado en gran número sobre él. La pesadez de su mirada denotaba una más que probable enfermedad mental. Recordé que cerca de allí, justo al otro lado, hay una residencia privada de ancianos en la que recientemente han abierto un ala para enfermos mentales que derivan de la sanidad pública. Pensé que quizá fuese uno de los residentes, uno como los que vi las últimas veces que fui a llevar a mi madre en sus diarias visitas a la abuela. Tenían sus habitaciones aparte pero durante el día andaban todos más o menos revueltos por el gran salón de la pantalla de televisión o salían a dar un paseo por las cercanías. Mi madre decía que les tenía miedo, que le dolía mirarles a los ojos: un viejo te ve mal, o nada, o ya no se acuerda de ti, o sí pero ya le da igual porque no hay nada más que temer ni ocultar, pero un enfermo mental te mira como si fueses un obstáculo en un pasillo oscuro y estrecho.

La mujer, una señora de cierta edad, una profesional, una de las gobernantas de personal del centro comercial, terminó su gestión con el teléfono y sin preguntarnos le di el ticket de compra y el número de NIF para la factura. El hombre de las chancletas seguía fijo en el otro extremo, bebiendo sorbitos del vaso de plástico y como mirando a la entreabierta puerta interior del mostrador que separa este de la zona privada. De repente vi como echaba mano a algo para guardárselo en el bolsillo. Y ya con eso dentro se fue tal y como había venido.

Me acerqué y miré: era un recipiente con caramelos a disposición de los clientes. Regresé a mi esquina del mostrador y una de las chicas, una rubia treintañera de gélida mirada con un discreto piercing en la nariz, salió sonriendo tras la puerta para coger algo. Era como si hubiese visto lo mismo que yo sólo que desde otra perspectiva. Volvió adentro después de echarle un rápido vistazo al bote de caramelos y se oyeron risas.


El gran pasillo de acceso ya está decorado para las fiestas. Una especie de globos blancos con doradas luces a modo de adorno cuelgan del alto techo metálico iluminado hasta el deslumbramiento por decenas de focos tan potentes que ocultan las sombras.

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