sábado, 24 de enero de 2015
ERNESTO Y CHARO
Charo Gómez acabó por poner a Long Big John a su máxima potencia; hasta ese punto donde parecía tal que si fuera a salírsele por el estómago, como el bicho de aquella película que vio siendo adolescente y que la turbó lo justo y necesario como para conseguir los dos pósters: el de la chica de las braguitas con los brazos en alto tocando los botones del ordenador de la nave y el del monstruo que iba agarrao a esta por fuera.
- ¡¡¡Ohhh...ohhh...OHHH!!! -gritó corriéndose sobre la toalla que hacía de pantalla entre su culo y el cuero negro del sofá.
Finalmente abrió los ojos y, ya un tanto difuminado, vio a Frankie Fever en su televisor: estaba tan bueno como sin difuminar. Puede que mejor, si eso era posible. Y sí, lo era: ella podía pintarlo aún mejor cuando cerraba los ojos y no lo veía con aquellas putillas que tenía por compañeras de casa en Gran Hermano.
Poco a poco, jugueteando con los muros de su vagina, se sacó del coño el gran y rugoso rabo negro de goma.
Por fin, apagó la tele, se fue al water, lavó con mucho jabón a Long Big John, lo secó con la toalla del bidé y se dio una larga y caliente ducha.
- ¡Oh, Frankie...!
Ernesto Iglesias ya no sabía qué ver: había visto tanto que apenas recordaba el sentido correcto de los tornillos. Ya, rabo en mano, optó por un vídeo de teenagers, de las amateurs. Una rubia con aspecto y ojos de cocainómana le hacía una pasional mamada a un chico musculado, tatuado hasta donde antes, no muchos años atrás, empezó a estar su vello púbico. Ernesto se corrió antes que el de la peli. Recogió el semen del suelo con un pañuelo de los mocos, lo tiró al desbordado cubo de la basura, se limpió el capullo con un pedazo de papel higiénico y tiró de la cadena que contenía sus tres o cuatro meadas previas. Meó, dejó la muestra, se cambió de calzoncillos, husmeó los calcetines, se los puso, pilló el resto del vestuario de los días anteriores, algo de pasta del cajón de las sábanas, el ipod, y se fue andando donde las calles sí tienen nombre, apellidos, puertas y luz eléctrica.
- Hola -dijo Ernesto
- Hola, ¿qué vas a tomar? -dijo el camarero
- Un Bacardi con coca cola. Sin hielo y fhfgty...
- Ehhh,..¿en tubo?
- Sí, también. Y sin hielo ni limón.
Eso era algo raro. Muy raro. El camarero lo miró y no vio más que a otro solitario cuarentón, en el caso que no estuviera ya empezando el siguiente -ón, el de vételo pensando, que era lo más probable, aunque nunca se sabe con aquellos que parecen no haber estado nunca de yates, putas y Dom Perignon.
- Holaaa -dijo Charo
- Holaaa -dije yo
Y miró el bar como si no lo reconociera.
- Diferente, ¿eh?
- Sí...Acostumbrada a verlo al mediodía...
Iba con otra cuarentona, una tía fea, dientona, imposible de imaginarla en la cama. O en los aparcamientos de los últimos garitos poligoneros.
Charo tampoco da ni para los arrabales, pero es psicóloga; y aunque tiene más de cuarenta años también parece de esa clase de tías que en la hora adecuada pueden hacer lo que tú quieras por estar un rato contigo.
Cogí mis cosas cuando llegó mi hermano.
Ernesto iba por su tercer Bacardi y Charo por su primer descafeinado.
Y ahora yo voy por mi séptimo cubalibre.
Vale.
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