lunes, 1 de agosto de 2022

EL CABRÓN

 Todo empezó por un fallecimiento. El finado, un célebre factotum del viejo pueblo, había pasado a mejor vida la noche anterior después de una larga vejez que muy pronto le había empezado a pasar una abultada factura por todos los excesos. Sólo su fortaleza natural, creo, le permitió alcanzar tamaña longevidad, aunque esto en tales condiciones y durante tanto tiempo más sea condena que premio. El exceso de fuerza, está más que comprobado, puede acabar por transformarse en un castigo.

El cliente entró al bar en esa hora donde los desayunos ya son tardíos y todavía es pronto para beber algo. Pidió café, sin más, y enseguida le comenté la noticia, que le impactó. Me había enterado a primera hora por mediación de un antiguo amigo de la infancia que no reconocí al primer vistazo, el hijo mayor de otro de aquellos puntales del viejo pueblo que se habían enriquecido con la llegada de la democracia no por dedicarse a la política (que no lo hicieron) sino por reconocer el cambio en la dirección del viento para ceñirse a él. Otros, ¡ay!, decidieron hacerle frente y así les fue. Sólo se puede pelear a la contra cuando uno no tiene nada que perder.

Las conversaciones son como Youtube: por algún motivo buscas un vídeo, lo ves y en la barra de al lado aparecen un montón de otros relacionados con el tema elegido en sus primeras posiciones y no tanto cuanto más bajas, por lo que en ocasiones empiezas qué sé yo, por el comunismo patriota de Armesilla y ya con la cabeza como un bombo acabas viendo otra vez a Judas Priest en el festival de San Bernardino, cuando no pidiendo por HamsterX en la barra de Google minutos antes de irte a a la cama. Y así fue con la memoria del muerto.

Pronto, tras los recuerdos de rigor, más suyos que míos aunque sólo fuera por la larga década de existencia que nos separa, la cosa derivó hacia otros personajes de la época, mi padre incluido. El cliente, hombre de banca al principio, gestor de negocios después, un tipo serio (y cruel, a decir de los jóvenes trabajadores) rememoraba entre sonrisas aquel tiempo de juventud entre hombres medio alcoholizados que hacían sus negocios en los bares sellándolos con dudosa firma sobre una servilleta de papel. Sabrosas anécdotas laborales y de las otras, hoy inimaginables, salían de su boca, extrañamente animada. 

Estábamos solos; el domingo ronroneaba como todos los domingos en los que ya han desayunado los pocos que no se chisparon el sábado y entretanto había tiempo para conversaciones inesperadas. Rulé un cigarrillo, salimos a la puerta, fue al coche por el tabaco, encendió uno de sus puritos y continúo hablando con ese rarísimo entusiasmo que llegó a desbordarse cuando empezó a enseñarme fotografías de la época en su móvil. 

El cliente estaba emocionado. Podías verlo en su rostro y notarlo en sus palabras. Allí estaba él, en un bar en blanco y negro, muy joven y con mucho más pelo fumando un puro de pie entre hombres y viejos, la mayoría sentados, otros apoyados en la barra, algunos mirando hacia el objetivo, mi cliente entre ellos. más fotografías: "¡mira, en esta sale tu tío!" Ahora está muy enfermo pero ahí salía con todo el esplendor y la chulería de quien todavía no tiene veinte años, sentado sobre el suelo en primera fila con los demás botones del banco, sonriendo con todo el pelo que (para eterna desgracia suya) muy pronto se le caería.

- Joder, pásamela que se la mande -le dije, cosa que hice al instante.
- Yo no llegué a trabajar con él, se fue antes para Madrid, pero creo que tengo alguna más.

El cliente seguía y seguía, cada vez más excitado. Ahora era el turno de las buenas acciones ante la autoridad, de cuando en pleno invierno, "en aquellos inviernos", siendo él quien abría el banco para encender la calefacción todavía a puerta cerrada, permitía que las mujeres que esperaban turno en la cerrada peluquería de enfrente se refugiaran en el banco. 

Ya eran casi las doce, aún podría racanear veinte minutos más, pero de repente me asaltó el cansancio y aduciendo el arroz del mediodía nos despedimos.

"Quizá no he hecho bien -pensé- en mandarle la foto a mi tío. Tal vez se ponga triste. Ahora está malo y por lo tanto muy sensible. Tal vez debería habérselo preguntado primero uno de estos días. Comentárselo. Te vi en una foto de joven y tal, a ver qué decía..."

Luego pensé en el cliente, de siempre tan serio y distante, de lo que unos y otros me han contado de él. Se conserva bien, se cuida bastante; no ha tenido que ser un tío de muchos y continuados excesos; desde luego no como su jefe, mi amigo, mi compadre. 

Me lo dijo hace años, durante una de aquellas borracheras ya con el negocio viento en popa, cuando dejó de trabajar y tener horarios como el primero de sus trabajadores para empezar a ganar dinero de verdad:

- Kufisto, yo no podía andar de esa manera; ni tengo los conocimientos ni el valor para decirle fuera a uno de mis currantes. Necesitaba un cabrón a mi lado. Y lo encontré.


He vislumbrado la otra cara del cabrón, compadre. Y no es muy diferente a la nuestra.


Cosas de estar otro domingo detrás de una barra.

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