miércoles, 5 de febrero de 2020

DE PILAS Y LINTERNAS

He comprado pilas y una pequeña linterna, la más barata. Nunca había estado por esos pasillos del centro comercial. Miré algunas cosas más sin quedarme con ninguna: todas me parecieron demasiado. Quizá si hubiese visto mascarillas de esas para los virus habría cogido alguna.

En la frutería me atiende una de las carniceras, esa tímida chica que sin embargo ya tiene algunas canas bajo el gorrito. Es bajita, tosca y feúcha, de mirada triste. Las veces que me ha atendido en su lugar, pocas, lo ha hecho con mucho esmero. Hoy sólo ha tenido que pesarme un pimiento verde donde suelen hacerlo otras un poco más afortunadas, aunque no demasiado. Había poca gente y se ve que tienen orden de estar al tanto.

- Ahí tiene, señor.

Habla así, seria, en un tono que parece el de la última criada. Le pregunto por los aguacates que no encuentro y ella, un tanto azorada, sale disparada en su búsqueda.

- ¡Aquí están, señor! -dice a viva voz- No suelen estar ahí...-continua ya más bajito mientras me acerco. Y regresa a la báscula electrónica para esperarme con las manos en la espalda-

No, no suelen estar ahí. Los palpo y están demasiado blandos. No cojo ninguno.

- Demasiado maduros -le digo sin mirar al pasar con el carro junto a ella. Voy con los auriculares puestos y apenas la oigo decir, "¿se los peso, señor?". No me habrá entendido. No suelo explicarme bien. A veces hablo como si quien oye fuese como yo y no soy bien entendido; otras veces, las más, lo hago como si yo fuese como ellos y no suele salir del todo bien. "Demasiado maduros" no significa gran cosa. La chica piensa que me los llevo "demasiado maduros" y que luego tendré que volver deprisa y corriendo de la caja para que alguien los pese. ¿No quería aguacates? Allí había aguacates, ella los encontró para mi-
- No -respondo- No me llevo ninguno. Están demasiado maduros -le digo con media sonrisa y sin mirarla mucho para no hacerle daño-
- Adiós, señor-

Compré algo de carne enlatada, arroz, latas de conserva, pasta, legumbres y verduras cocidas, cajas de cervezas, un par de botellas de whisky, garrafas de agua y algunas cosas más. Miré en el pequeño expositor de precio rebajado al 50% por la cercanía de caducidad de sus productos y no vi nada que valiera la pena. En la fila de acceso a las cajas apenas había una fea mujerona embutida en un negro pantalón elástico que ocultaba grima. Llamó nerviosa a alguien ante la proximidad de su turno y de la cercana sección de perfumes emergió la figura de una muchacha alta con la melena recogida en una larga coleta. Estaba oliendo perfumes y siguió haciéndolo mientras esperábamos. Llevaba puesta una fina camiseta que torneaba sus firmes y generosos pechos y un pantalón como el de su madre pero incomparablemente más prometedor. El rostro sonrosado llegaba a arrebolarse con los esencias que iba llevándose a la fina nariz. "¡Deja eso ya!", decía la madre, enfurruñada. Y al final lo dejó, ni me vio y pasaron adelante. Pude ver como apenas llevaban unos donuts y porquerías parecidas en su exiguo carro.

Ahora estoy solo y el próximo seré yo. Allí enfrente, en atención al cliente, esta esa chica que siempre me mira mal, una de ellas, una de las que se saben deseadas, y al ver que miro hacia allá desvía la mirada como si hubiera estado esperando que hiciera eso, como si necesitara hacer eso siempre que me ve. Muchos hombres le han sonreído en su vida. Yo no.

La chica de la caja pasa mi compra por el lector electrónico y no me ve hasta el momento de pagar. Salgo empujando lentamente el carro mientras paso frente a atención al cliente mirando confiado el ticket de la máquina, detallado y perfecto, sin posibilidad de error alguno.


El tío de la gorra de los Bulls se va otra vez de allí. Ahora se irá en su viejo coche rayado por la piel de columnas que, sin embargo, nunca pudieron hacerle daño.





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