martes, 22 de octubre de 2019

DE LOS DESPRECIADORES DEL CUERPO

El nuevo calzado me ha dejado los pies deshechos. Estaba de oferta en el Centro Comercial, a quince pavos el par. Agarré uno con el número correcto y lo probé sentado en una especie de caja flamenca que lucía un extraño espejo a mis ojos. Sólo ahora, al recordarlo, comprendo su función. Entonces me bastó con ponérmelos y sentir que todo estaba más o menos bien. Quizá fuera necesario un par más de calcetines pero eso no sería ningún problema ahora que llegan los fríos. Además que cuando salgo por el campo siempre llevo dos pares aún en esas tardes del julio manchego en que las cigarras gritan con desespero por sus malditas vidas. Y ahora llevo un tiempo que he vuelto a salir a los campos aunque esta vez en sentido contrario: los molinos estuvieron a punto de acabar con mis rodillas en una exultantemente estúpida semana del verano. Desde entonces no he vuelto a ellos.

La tarde de ayer fue todavía luminosa. Eran las cinco y pico cuando desperté de la siesta; quedaba tiempo para pasear las dos horas de rigor con Zaratustra y mis nuevas botas de trekking, que es una cosa como dura y fuerte, heavy, de montañas nevadas, muy zaratustresco. La verdad es que incluso estaba un tanto excitado, como quien se va a estrenar con algo, que en verdad era lo que iba a pasar. He visto a mucha gente con esas botarracas, nunca había tenido unas y por fin había llegado mi momento. Y si el precio era un tanto sospechoso...buah.

Ya de primeras noté que eran un tanto bastas. Todavía en el piso eché a andar para probarlas y me sentí poco menos como supongo se sentirá un buzo primerizo, que ya es sentir mares y montañas en un desgraciado mancheguito que lo más lejos que ha ido en la vida ha sido a Benidorm y a la frontera con Francia, y esto una vez y hace muchos años. Pero todo se olvidó en cuanto Zaratustra empezó a atronar mis orejas en el ascensor.

Hice una vez más el camino y poco antes de alcanzar la desviación que me alejaría de todos durante una hora alguien que venía de frente dijo mi nombre cuando nos cruzamos. Nos saludamos sin necesidad de pasarnos previamente la mano por nuestros rostros y al final, que casi fue automático, el amigo decidió venirse a andar conmigo. Con cierto, ciertísimo pesar, quité a Zaratustra y echamos a andar y a hablar, más él que yo, de poco de lo divino y muy mucho, demasiado, de lo humano.

Política, mujeres, cuñadas, reformas del hogar e incluso algo de fútbol se sucedieron sin solución de continuidad durante la hora y media que anduvimos juntos por ahí. Él es un hombre que considera raro beber té y casi extraterrestre a quien lo hace sin azúcar ni edulcorante de ningún tipo como yo.

- Eres mu raro, Kufisto -me dijo una vez en el bar al ver como lo bebía a pelo-

Sí, lo sé y lo tengo asumido desde hace tiempo: soy raro. No tomo azúcar ni pan, no me gusta el fútbol, la política de telediario me la sopla, la mujer que no tengo más y mis cuñadas son mis cuñadas, no sé qué otra cosa podrían ser. De todo esto hablé con él, apostillando un tanto su verborrea para no dejarlo sentirse incómodo. En tales menesteres, he de reconocerlo, soy un experto: treinta años de barra de bar dan para ello. Y ni por un instante se pasó por mi cabeza el pensamiento de hablarle del superhombre y que el hombre es algo que debe ser superado. En esas circunstancias, andando por caminillos tan dejados de la mano de Dios como los bajos de los puentes que salvan las autovías, la sola mención hubiera podido llegar hasta casi la hostia. Y él me saca una cabeza, veinticinco kilos y treinta años de kárate y cinturón no sé qué Dan.

Y fue cuando estábamos casi a punto de despedirnos que un dolor negro vino de golpe a mis pies, sobretodo al derecho, a su dedo meñique, a lo más pequeño; una cosa horrorosa que si no me hizo deternerme para llamar a un taxi fue por la cercanía de mi caverna y de mis animales a no más allá de cinco minutos de donde me encontraba. Como pude y sin dar muestras de ello alcance mi destino ya con Zaratustra otra vez en las orejas. La gata salió a recibirme tan cabreada como siempre y al pasar a la habitación para arrancarme las botas pude ver en la pared de enfrente al mosquito que antes de ayer me picó en el párpado del ojo izquierdo mientras dormía.

El dedo, mi pobre dedillo pequeño del pie derecho, esa cosa minúscula e inservible a estas alturas de la evolución estaba tan rojo como un tomate; y con él todo yo estaba enfermo.

Con una tirita lo cubrí esta mañana cuando al final me levanté. Había despertado una hora antes de lo normal por su causa. Durmió mal y así nos hizo dormir a todos los demás. Pero la tirita le hizo bien y entre eso y las viejas zapatillas todo ha quedado en casi nada.

Eso sí, hoy no he salido a andar. El día ha amanecido oscuro, tan oscuro como pueda serlo a estas alturas del año, y la tarde ya no era luminosa. Las nubes bajas, pesadas, como ancladas, como sin fuelle alguno de los vientos de las lejanas costas que las trajeron hasta aquí. Agotadas y pesadas, apenas sí han podido soltar algo de todo lo que llevan dentro, tal que si también ellas, las nubes que alcanzan la Meseta, padecieran retención de líquidos cual gordo granudo harto de azúcar, pan, fútbol, tabiques a tirar, Cataluñas y cuñadas. O como borracho tras otra noche intentando abrazar al mundo picapárpados.


Hoy he despertado de una siesta más pequeña. Desde que mi dedo meñique y yo nos levantamos pensé que debía escribir algo sobre lo de ayer. Pronto el pensamiento, el ansia, se ocultó ante la presencia de ese perro del infierno que es la barra de un bar; pero ahí quedó, larvado, subterráneo, como apresado por dos pares de calcetines y unas botas de trekking de quince euros.

Con las viejas zapatillas fui a la mora de la esquina a comprar naranjas y limones para el bar que mañana vendrá. Cual mochilero que lejos de las playas de papá se va a subir los Pirineos oscenses, a la aventura, con su hermano y un amigo tiré hacia él antes que hacerlo con los fríos de la aurora de mañana. El cabrón del mecánico de mi coche me las pagará todas juntas algún día.

Miré el ticket al salir de la frutería: diez kilos de peso a mis espaldas. En este mes y medio que va voy a echar más hombros que cuando le pegaba al saco.

Dejé la mercancía. Sólo quedaba pasarse por el chino y la administración de loterías.

El chino andaba tikkeando las bandejas de unos pasteles cercanos a los expositores de los botes de bebida. Cogí seis de cerveza. Dos niños chinos, supongo que sus hijos, correteaban por ahí, jugando en chino. Le dije que las metiera en una bolsa, pagué y fui a ver a la chica de las loterías y eché para hoy.


No me dolía nada, todo estaba correcto. Todo estaba tan correcto como cuando nada te duele demasiado.


A escribir.

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