viernes, 1 de febrero de 2019

EL DELANTERO CENTRO

Él era el delantero centro del equipo del pueblo y yo un niño que tenía un balón por cabeza. Todos los domingos que tocaba íbamos al fútbol. La grada principal (y única) solía llenarse y los chicos nos buscábamos la vida acurrucados bajo la valla que rodeaba el terreno (que no campo) de juego. A veces, si había suerte, podíamos pillar sitio tras las porterías. Eso sí que era bueno. Le gritábamos de todo al portero rival y animábamos a los nuestros. Una vez hicimos llorar a uno, un chico joven que desquiciado por una cagada calamitosa, nuestras crueles burlas y la impotencia de no poder pegarnos dos hostias a todos y cada uno de nosotros se hincó de rodillas en el punto de penalty hasta que se lo llevaron al botiquín.

Eran los primeros años ochenta en un pueblo de La Mancha.

Los menores de doce años no pagaban entrada en aquellos tiempos. El dinero de la paga de los abuelos lo gastábamos en pipas y cocacolas. Al irnos dejábamos aquello hecho un asco; hasta que a alguien se le ocurrió la feliz idea de dar algunas pesetas por tantas botellas de refresco que se devolvieran en la barra del bar. Eso contribuyó a mejorar la limpieza de las instalaciones pero empeoró aún más las difíciles relaciones entre pandillas, siempre tan problemáticas. Pero las pipas no, las pipas siguieron allí: ni por todas las cocacolas del mundo ningún chiquillo hubiera cogido una escoba para barrer toda esa mierda como una chica cualquiera. Ni que fuésemos maricas.

El delantero centro del equipo del pueblo era un jugador controvertido entre la afición. Sí, era quien más goles marcaba, pero su carácter indolente, su aspecto de extranjero y las pifias que cometía con cierta asiduidad le hacían el blanco ideal de las iras del público, bastante cargado de alcohol en las segundas partes. Entonces eso era una risa. Se levantaba del asiento algún tiarrón de aquellos y con voz cazallera soltaba alguna bestialidad celebrada con carcajadas por el resto de la grada. "¡Fulano, eres más perro que el cornudo de tu padre!¡Corre, cabrón!" O alguien de los que estaba de pie tras la valla de separación, esa misma que no podía evitar la distancia necesaria para que los líneas no recibieran un collejón si se pasaban de pitarnos fueras de juego, juntaba las manos en la boca a modo de altavoz y aullaba tal cantidad de insultos hacia el árbitro que parecía como si un espíritu aún peor que el del Anís del Mono lo hubiese poseído a cambio de su alma, en el caso de que le quedara para tanto. Todo eso junto con lo nuestro hacía de aquellos partidos un acontecimiento que solía alcanzar su climax con el final, cuando la gente, borracha y cabreada tanto si habíamos ganado aburriendo como perdido ante unos muertos, lanzaba almohadillas y alguna cosa más sin ton ni son, a lo que pillara, tanto árbitros como jugadores locales y rivales, lo que fuera, hasta los de la Cruz Roja. Salían cagando leches para dentro en cuanto se oía el triple pitido final.

Mi jugador favorito era un centrocampista todo corazón que le pegaba unas hostias al balón que lo rompía. Era un tío duro, serio, leñero, de pueblo aunque no lo fuese del nuestro, pero lo parecía. Sorprendía que gozara de tanta simpatía siendo extranjero, lo menos separaban trece kilómetros su tierra de la nuestra, pero con todo se hacía respetar por su hombría. Como sería la cosa que ya en las postrimerías de su carrera le fichó nuestro eterno rival (unos quieroinopuedos con dinero que Dios, en su infinita sabiduría, alejó 30 kilómetros de nuestros territorios) y cuando venía a jugar como visitante nadie se cagó en su puta madre más que lo necesario. Es más, su nombre era aplaudido al ser escuchado en la emocionada voz de nuestro speaker durante el recitado de las alineaciones iniciales que seguía a la atronadora puesta del himno, cosa que con el delantero centro jamás en la vida ocurrió salvo una vez que creo marcó cuatro goles y al cambiarlo el entrenador a modo de recompensa obtuvo unas cuantas palmadas de aprobación. La verdad es que muy pocos querían a nuestro delantero centro. Era un flojo.

Una tarde había fallado tantos goles que el motín en la grada de la zona noble parecía inminente. Los de las vallas andaban echando espumarajos por la boca, agarrándose al hierro con todas sus fuerzas por no echar a correr por él. ¿Como se podía ser tan malo? ¿Por qué no sacaban a otro, a ese chico joven, al hijo de la Fulgencia, la de la tienda de caramelos, y mandaban a este a su puto país, fuera el que fuera? Nadie podía creerse que semejante cagahorchatas hubiera nacido aquí aún cuando todos le conocían desde chico. Era una vergüenza, una deshonra.

El partido se estaba acabando y el delantero centro falló otro gol clamoroso. Corriendo vino por el balón tras la portería donde nos encontrábamos. Yo la cogí, se la dí y de corazón, excitado, le dije que le daría dos donuts si marcaba un gol. Lo conocía de verlo por el bar de mi padre. Siempre estaba comiendo donuts.

- Cállate, coño -respondió muy cabreado

- ¡Fulano! -dije a voz en grito, colorado como un tomate, mientras él se iba con el balón- ¡Eres más malo que tu abuela!


Y una explosión de risas celebró la ocurrencia del chico.


Desde entonces y todavía hoy un odio larvado, exacerbado, persiste en las contadas ocasiones que nos topamos por el pueblo.


Hace un rato le he visto con su mujer mientras yo compraba anacardos.


Algún día acabaremos a palos.

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