martes, 11 de diciembre de 2018

SLIDE

Yo estaba mirando las cosas pasar por el cristal y tú llegaste adonde estaba mirando y te bajaste de la bici mientras me mirabas como si me hubieras visto en algún otro lugar que no fuera ese bar. Yo no dejé de mirarte y por un par de segundos que ahora, diez horas más tarde, sigo recordando para no olvidarlos te miré como si en tus ojos hubiese algo que perdí hace mucho tiempo o que, quizá, jamás haya encontrado. Tu melena pelirroja, rizada, destacaba aún más sobre tu blanco rostro; tu boca pequeña, entreabierta, dejaba ver dos filas bien ordenadas de dientes perfectos; tu fina nariz dividía tu rostro en dos mitades que eran el mismo visto dos veces; y tus ojos, creo que negros, me miraron mientras frenabas del todo junto a mi pared.

Fui a la barra esperando que entraras y pasaste como esas otras dos veces que lo hiciste sin que te viera llegar. Estábamos solos y me pediste un café igual que si estuvieras aparcando tu bicicleta. Te miré mientras lo hacías y sólo supe repetir lo que acababas de decir. Dijiste que sí y fui a hacértelo sin dejar de mirar como mi café caía en tu taza. Ry Cooder estaba rasgando su guitarra hasta un momento antes de llegar tú. Me ocupé de que la taza estuviera en el platillo correcto, ese en el que no tiene escapatoria por torpe que sea quien lo lleve, y y te la llevé. Sin mirarte esta vez te dije que ahí lo tenías. Ya no recuerdo si respondiste algo, sólo que fui a mi extremo de la barra y volví a sacar el teléfono del bolsillo de atrás del pantalón. Y miré algo sin dejar por un instante de saber que tú estabas allí, en el otro rincón, igual que las otras dos veces.

Hablaste. Querías un mechero y te dije que no tenía pero que podía dejarte el mío. Dijiste que sí, me acerqué y te lo di en la mano. Saliste a la calle sólo con la taza de café, ya sin el platillo. Y sólo ahora, diez horas más tarde, pienso que pude haber salido contigo a fumar uno de mis medios pitos que siempre tengo apagados en la cocina. Todo lo que atiné a elucubrar, todo lo que vino a mi cabeza en esos momentos, fue que iba a darte el mechero.

Un par de minutos más tarde volvías a estar dentro. Soltaste el mechero sobre la barra preguntando qué me debías. Te dije el precio y que te quedaras el mechero. Y tú pagaste respondiendo que no, que sólo era ese cigarrillo que te quedaba del sábado anterior y que el tabaco era algo que lo habías dejado en febrero. Yo, ya igual de lejos que antes de ti y viendo que te ibas, no se me ocurrió otra cosa; te dije que no fueras tonta y no jugaras con eso, que así volví yo y que es una tontería, y tú dijiste algo igual de circunstancial y te fuiste.

No salí enseguida de la barra. Esperé.


Cuando regresé al ventanal ya no estabas fuera. Me senté en el mismo taburete y miré hacia el mismo punto que estaba mirando hasta tu llegada. Vi gente pasar, coches subir y bajar y gorriones picar algo invisible para mi en el alquitrán durante los breves intervalos en los que ninguna vibración les ordena remontar el vuelo. Y viendo esto contigo y nada más que contigo tras los ojos pensé que nunca he visto un gorrión atropellado.



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