domingo, 16 de febrero de 2014
DÍAS DE AJENJO Y ROSAS
El viejo lisiado buscaba a alguien y yo lo encontré antes que el otro quien, decepcionado, me miró como diciéndome que él lo había visto primero; puede que así fuera, aunque yo estaba más cerca y estuve pensándolo antes de decidirme, como la otra mañana cuando se me adelantó uno parecido dejándome con la miel en los labios, que la dulce miel es cosa que se transforma con el tiempo y las amargas noches que vas pasando.
Empujé la silla del viejo por el primer paso de cebra y me sorprendió lo poco que pesaba, tanto que era como si no llevara a nadie en ella. Una pierna siempre da para bastante, aunque viendo el resto tampoco la hubiera sentido mucho.
Paramos un instante en la mediana ante la llegada de un coche que al momento nos cedió el paso respetando toda ley, escrita o no; era demasiado temprano como para creerse con derecho a algo diferente: en la mañana, poco después de despertar, todavía recordamos como funciona el asunto. Otra cosa diferente es cuando ya llevamos tiempo con los ojos bien abiertos: allí cualquier cosa puede ser cualquier cosa, no lo que es. El sueño es el doctor paliativo de la vida.
Finalmente dejé al viejo al otro lado de la calle y regresé a mi sitio, desde donde lo miré un rato hurgarse en los bolsillos. Miré el cielo, enteramente nublado, empezaba a chispear, y decidí coger el coche para ir a fumarme un cigarrillo donde normalmente empiezo a andar si me queda poco para hacerlo a trabajar. Arrancando estaba cuando pensé en lo fácil que es ayudar si no tienes que mancharte las manos ni ver la cara del ayudado. Y también pensé que quizá hubieran pocas cosas más egoístas y que, seguramente, el mundo entero no sea más un torneo de egos donde muy pocos tienen la entereza y la honradez suficientes como para saber llegado el momento de abandonar la partida: jugar hasta el final, jugar cuando ya están apagando las luces, es un signo de mala educación. Y hacerlo en penumbra es cosa de topos, no de hombres.
Llegué adonde iba, me hice un cigarrillo y apagué la música, lo encendí e inhalé un par de buenas bocanadas; bajé un poco las ventanillas, lo necesario para que no entrara mucha lluvia con el buen aire y me acordé de la niña del vídeo que vi la otra noche, esa que sentía por primera vez la lluvia en su pequeño cuerpecito que apenas está empezando a crecer. El parabrisas estaba lleno de agua y todo se veía diferente a través de él, todo seguía siendo lo mismo, sólo que tú lo veías borroso. Pasé de accionar las escobillas. Ahora estaba pensando en la muchacha de larga melena ondulada, tan dorada como ese sol que hace tanto no veo, que había visto poco antes de ayudar al viejo.
Iba conduciendo cuando me fijé en ella, estaba de pie, parada, bajo un árbol. Había alguien agachado detrás de ella, me dio tiempo a descubrir a una vieja, supongo que su abuela; estaba como limpiándola, como quitándole alguna mancha, alguna impureza que se hubiera adherido a las ropas que envolvían a esa criatura que mientras tanto miraba altiva al frente, como miran quienes viven sabiendo de su hermosura, como miran quienes no han conocido día en el que mil veces le digan lo guapa y lo hermosa que es, como miran quienes todavía sin salir de las faldas de su madre ya se barruntan que afuera será todavía más, todavía mejor, todavía todo. Me vio como a todos los demás. Casi me llevo un contenedor por delante.
No me había fumado ni medio cuando decidí volver antes de tiempo.
Miré por el viejo. Ya no estaba por allí.
Ni se me ocurrió pensar que pudiera encontrarme a ella.
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Me gusta. Me ha gustado mucho acompañarte en ese pequeño instante, tan de introspección.
ResponderEliminarEs raro. Me he visto, de repente, en el asiento del copi. Sonriendo con ese vídeo. Una sonrisa leve. Apenas sonrisa.
Compartiendo.
Un beso Kufis. Y un abrazo.
Las mujeres veis mejor lo que no pasa.
ResponderEliminarUn beso, guapa.
Nuevo ovillo
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