
Se llamaba Ildefonso, había sido ferroviario, era un hombre de estatura normal para su época aunque a ojos nuestros podríamos decir que baja, cara redonda, abotargada, la tez violácea, profundas ojeras que casi escondían sus ojillos, manos grandes, más bien gordas, con las que solía divertirnos haciendo juegos de ilusionista, también era bueno con los números y sus paradojas, problemas que parecían de imposible solución pero que en su interior guardaban una sencillísima explicación, a mi ex le maravillaba. Y a él ni os cuento.
El hombre vivía con su mujer en los pisos de arriba, ella no gozaba de buena salud, la verdad es que estaba bien jodida...bueno, eso quizá antes, ahora simplemente las piernas casi no podían sostenerla, lo que unido a la diabetes que padecía la tenía poco más o menos que encerrada en casa, así que, extrañamente, era su septuagenario marido quien debía cuidar de ella cuando por norma general es al revés.
Ildefonso se tomaba un par de descansos al día: uno a media mañana y otro por la tarde. Entonces bajaba al bar, pedía una cerveza sin alcohol o un café, empalmaba un ducados con otro ("en casa no me dejan") y estaba conmigo, con mis hermanos o con los clientes que por allí estuvieran.
Como no era un viejo pesado, un abuelo Cebolleta, sino que al contrario era más bien callado, nadie le daba la espalda. No se va a los bares para hablar como cotorras. Eso es cosa de aficionados y mujeres.
Era un hombre risueño, siempre tenía la media sonrisa en la boca, andaluz de origen, a veces costaba entender lo que decía, pues entre lo bajito que lo hacía por causa de su tabaquismo y el fuerte acento que no había perdido a pesar de haber vivido muchos años fuera de su tierra era complicado escucharle bien.
Su principal afición era el coleccionismo, de las más diversas cosas que os podáis imaginar, tenía enormes carpetas perfectamente cuidadas y catalogadas que nos enseñaba alguna que otra tarde de invierno, tardes de ésas en las que entran menos clientes que a un recital de poesía uzbeka, pero que gracias a él se hacían bastante más llevaderas: era un auténtico deleite observar aquello. Y más aún escuchar el gusto con el que hablaba de cada una de ellas. Cuando supo de mi pasión por el ajedrez me regaló una colección de vitolas de puros con motivos ajedrecísticos, aún debo tenerla por ahí. Yo nunca tiro nada.
Una tarde, no recuerdo porqué, me contó que tenía tres hijos que no se llevaban nada bien; al parecer sus respectivas parejas no se dedicaban más que a malmeter con el tema del dinero y hacía muchos años que no se juntaban todos. El pobre hombre se emocionó mientras me lo contaba, supongo que habría tenido un día duro con su mujer, y encima si sabes que estás cerca de irte y vas a dejar a la carne de tu carne renegando los unos de los otros...
No sé si fue antes o después de esto cuando conocí a su hijo mayor. No me gustó. Pero era digna de ver la cara de felicidad que tenía Ildefonso, hasta se animó a beber cerveza con alcohol, habían venido a visitarle con sus nietos, tal vez todavía fuera posible un arreglo, tal vez aún tendrían tiempo de volver a ver reunida su más amada colección, tal vez...
Una fría mañana de enero, muy tempranito, Ildefonso salió de su casa y se fue al parque.
Se colgó de un árbol cercano al lugar donde jugaba a la petanca con sus amigos
No me lo podía creer
A ver si dentro de unas horas los huerfanitos de su santo me echan una mano
Aunque, a veces, lo que te echa el dinero es una soga al cuello
Suerte para todos; ya sabéis: en algunas ocasiones lo imposible, pasa.