miércoles, 13 de agosto de 2025

A HARD DAY'S MORNING

 - ¡Portate bien, bebé! -le dijo la madre con una gran sonrisa que el crío, absorto con las bolitas del imperdible del chupete, no le devolvió- Me voy, Kufis, que llego tarde. ¡Ah, y dile a tu madre que hoy no ha hecho caca! Y muchas gracias, como siempre.
 
Y ya a los mandos del carrito eché a andar calle abajo.
 
La primera churrería de nuestro trayecto estaba cerrada, lo que fue una novedad en este mes y medio. Se lo dije a Leo que no me hizo caso:
 
- Mira, Leo, hoy no hay churros aquí. 

En la plaza el estanco todavía estaba cerrado. Otros días lo pillamos abierto, pero es que esos días salimos un poco más tarde. Cruzamos otro paso de cebra y vi que hoy tampoco estaban esos dos cincuentones sentados en uno de los bancos bebiendo botes de cerveza del chino. Reconocí a uno de ellos en uno de los primeros paseos. No le dije nada. Estaban de espaldas (siempre están de espaldas) y no me vieron (nunca me ven) Además que nuestro conocimiento fue hace más de veinte años y en su mayor parte no fue más que unas cuantas conversaciones de borrachos. Él era mayor que yo, casado y con una hija, y ya entonces estaba totalmente embrutecido. A veces, durante estos dos últimos años, me he preguntado por esas cosas del pasado, aunque decir esto es decir demasiado porque tal cual viene el pensamiento lo dejo ir.
 
La segunda churrería sí estaba abierta. Entonces fue cuando Leo dejó de maravillarse con las bolitas blancas y empezó a mirarme, más porque le daba el sol en los ojos que otra cosa. Me puse de un lado para ocultárselo y él dio inicio a su habitual reconocimiento del entorno. Es gracioso porque saca uno de los bracitos del coche y así puede asomarse a los lados y dejar de ver a su tío. Se lo dije a la madre los primeros días:
 
- Oye, ¿y no será mejor que Leo vaya en la dirección del paso?
- No, todavía no. Más adelante.
 
Con David, mi sobrino de otro hermano, la cosa fue diferente desde el principio. Claro que han pasado cinco años y quizá los últimos estudios digan otra cosa. A mi madre, la pobre, ambas mujeres le han dicho como y de qué manera tenía que hacer esto y aquello mientras los chicos quedaban a su cargo: biberones, pañales, cogerlos en brazos, dormirlos...
 
- ¡A mi que he criado cinco chicos! -dice sonriendo. Pero no le molesta: no hay nada que le guste más que los críos. Nada menos el hombre con quien tuvo los suyos y este no está desde hace ocho años.
 
En las cercanías del parque pasamos junto a la pelu cerrada de una clienta del bar. Hace tres días la vi en la puerta despidiendo a una de sus clientas, una anciana en sillas de ruedas.
 
- ¡Adiós preciosa! -le gritaba con grandísima sonrisa.
- ¡Adiós, guapa! -respondía la anciana- ¡Y que te lo pases bien!
 
Nos vimos y, gracias a Dios, nadie saludó a nadie. El bigote me protege.
 
Algunas noches de este infernal verano de imposible sueño, intentando dormir en una habitación enfebrecida, con los ventiladores rugiendo en una batalla perdida, fantaseo con qué le diré a Leo cuando él sea un adolescente y yo un viejo.
 
Un día más (y ya van tres) la fuente de la roca del parque estaba seca. Leo sigue extrañándose porque es su favorita. Me mira con sus grandes ojos, nos miramos, vuelve a mirar la gran piedra seca y me mira otra vez. 

- Están limpiándola -le digo por decir algo.
 
De todas formas nos quedamos un ratito. A él le gusta y yo puedo fumar medio cigarrillo. Y además, aunque apenas queda agua en los aledaños de la roca, todavía un par de patitos negros andan por ahí, lejos de los blancos. 

En días como hoy, en las mañanas que salimos más temprano, no es raro ver los chuflitos en acción, cosa que le encanta a Leo. Pero hoy tampoco era el día. Agosto es un mal mes para el parque, supongo.
 
Más adelante nos encontramos con los grandes patos blancos. Paré el carro para que Leo volviera a verlos con atención. Andaban cruzando el camino para comer hierbajos con su prole. El macho alfa, del tamaño de Leo, se queda quieto, mirándonos de reojo. Leo lo mira todo y yo no pierdo de vista al pato.
 
Seguimos adelante y llegamos a los chorros de agua. Allí, los primeros días, tuvimos que aguantar carantoñas de las viejas que pasean. Luego encontré un sitio mejor, sombreado y con menos circulación, y pasamos un rato; él mirando hipnotizado los dos chorros de agua y yo terminando el medio cigarrillo controlando la dirección del viento.
 
Y aquí es cuando la cosa se podía torcer otra vez. Leo empezaba a estar cansado del carro.
 
Los primeros días de nuestro viaje fueron un conocimiento mutuo, pero cargar con un crío de doce kilos en el brazo mientras vas empujando el carrito a casi treinta grados durante más de un kilómetro no es cosa de risa. Las cucamonas valen durante algún tiempo pero sólo Dios y las madres saben qué hacer.
 
Abrevié para salir del parque. Veinte minutos nos separaban de nuestro destino final de todos los días. Leo parecía más molesto de lo normal pasada la visita a sus amados chorros de agua.
 
Hice porque mirara a los gatetes que íbamos encontrándonos en el camino, gatos famélicos comparados con la mía pero que sin embargo son en parte responsables del genocidio palomar que está adueñándose del parque, con la sola salvedad de la fuente de la roca. Es curioso pero muchas se dejan morir, lo he visto: simplemente se quedan paradas en la tierra, a veces durante un día entero, imposibilitadas de volar por el extremo calor o lo que sea, y los gatos llegan y se las comen si lo desean ya que también tienen sus adoradores que les llevan comida.
 
Leo empezó a echarme los brazos en plan "me muero de asco aquí metido y encerrado"
 
Como estos últimos días, eché mano de un colgante que el carro cuelga de uno de sus brazos y metí el dedo con la idea de hacer una gracia.
 
- ¡Mira, Leo, mira!
 
Pero Leo me mandó a pastar con sus brazos levantados. Las lágrimas hicieron acto de aparición.
 
- Oh, Dios, no...
 
Y entonces me vino a la cabeza Black Sabbath.
 
Mientras estábamos mirando los dos chorros de agua, no sé por qué, me vino a la cabeza el riff de "Black Sabbath" Y tal vez vez fuera porque llevo dos meses sin dormir bien o porque los dioses se apiadaron de mi pensé que quizá, si le ponía música, Leo podría calmarse y evitarme otro Calvario.
 
Y decidido a probar, en el último momento, cambié a los Sabbath por los Beatles 62-66. Después de todo esa fue la primera música que pinché en el tocadiscos de mi padre. Cogí el teléfono, busque el disco en la Red y acoplé el móvil en el colgante del carro.
 
Sonó "Love me do"
 
Leo se incorporó e intentó echar mano del teléfono colgante y parlante. Y así, manoseándolo, pasó el camino.
 
 
Sonaba "A hard days night" cuando llegamos a casa de la abuela.