jueves, 6 de junio de 2019

AMNESIA

Era un tipo grande, de cabeza pequeña y ojillos desmemoriados. Pidió un café y una copa de coñac. Dejó la mochila en el reposapiés de la barra y pasó al water. El café ya estaba templado cuando salió.

Una ludópata jugaba en la tragaperras. Viene temprano y luego sigue por ahí. Ni da los buenos días ni se despide. A veces no pide nada y se va directa a la máquina, pero también hay mañanas en las que pide un café con leche fría que no endulza y se toma mientras juega. En raras ocasiones se come un churro con la misma parsimonia con la que se mueve. Es como si no tuviera ganas de llegar a ningún sitio. Sólo si la llaman por teléfono se acelera un tanto; entonces deja activado el jugador automático y sale a la calle para atender la llamada, nunca muy larga. Luego vuelve y sigue jugando. Cuando gana viene con las monedas a la barra. Las va dejando encima mientras hace viajes al cajón, cogiendo las monedas como si fueran chinarros en el camino. Y ya con todas espera a que yo se las cuente.

Paco seguía pidiendo una cosa tras otra: un café, una manzanilla, un churro, dos, tres, una cocacola, agua, un zumo de naranja, cuatro paquetes de tabaco...Le gusta hablar cuando cree que no hay nadie extraño. Pero si oye voces que no conoce o hay jaleo se abstiene de bromear conmigo para salirse a la puerta a abrasar cigarrillos que tira mucho antes de que se hayan consumido aunque, eso sí, en el cenicero que tenemos atornillado en la pared. Siempre me avisa cuando se da cuenta de que está lleno.

El tipo grande de la cabeza pequeña salió del water y se bebió el café como quien teme que algún desconocido le diga algo desagradable. Apestaba a tabaco y a sudor de varios días. Los ojillos tras las gafas eran como los del gato atrapado en un piso de sudamericanos. No había nada más que esos ojillos en ese grandón. Las anchas espaldas, las manazas ensartadas en esas grandes muñecas que cualquiera diría capaces de abrir cabezas de un sólo golpe se difuminaban en la nada con sólo verle la cara. Cogió el coñac y bebió un sorbo. Preguntó por la cuenta y pagó. Después salió a fumar.

La rumanita rubia del colacao, el zumo de naranja y las dos porras que nunca acababa vino después de mucho tiempo, quizá un año. Sigue teniendo la misma carita de cansancio y las pocas ganas de hablar y mirar a nadie. Pidió un café y un par de churros para llevar. No dejó de mirar el móvil mientras bebía a sorbitos. No se bebió ni la mitad antes de irse sin despedirse.

La mujer de la máquina hoy tuvo suerte. Pero los ochenta euros que le cambié no le cambiaron la cara ni las costumbres. Se fue sin decir adiós.

En una de sus salidas a la puerta para fumar, Paco me dijo adiós por primera vez en la mañana.

El tipo grande de los ojos pequeños apuró su copa y se fue.

Salí a la puerta para verlo marchar.


No. Esta vez no iba de lado a lado de la carretera como hace un año.


Claro que entonces eran las seis de la tarde y hoy son las nueve de la mañana.


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