martes, 12 de febrero de 2019

RESIDENCIA

El sitio es amplio, limpio, luminoso. Las habitaciones son dobles en su mayoría. El cuarto de baño es espacioso, acondicionado de forma adecuada para quien no puede lavarse por sí mismo. Un gran ventanal descubre una buena vista del vasto campo con la sierra a lo lejos cuya visión es entorpecida por la tímida presencia de un arbolito del jardín que circunvala la residencia. Dos cortinas, leve la de fuera y pesada la de dentro, están a disposición de los internos para modular la luz en el ocaso de los días. La yaya dijo que corriéramos las dos nada más entrar en la habitación. Así lo hice mientras mi madre se la llevaba al water para cambiarle el pañal. Miré en los tres cajones de su mesita de noche y sólo vi un evangelio y una Biblia como cosas digna de mención. También vi una funda para las gafas que estaba vacía. Nada más verla en el salón donde están nos había dicho que había perdido las gafas. Luego, a pregunta de mi madre, dijo que no sabía quien era yo y que aquello era una casa de locos, cosa que repetiría varias veces durante la visita. Yo era la primera vez que iba en cuatro años que lleva allí. Quedé ayer con mi madre en que hoy la llevaría yo. La semana anterior me había dicho que había entrado allí Luis, un viejo amigo mío. Y esta sorpresa, unida a un verdadero interés por ver a una de mis abuelas, a la última de su generación que me queda viva, consiguió que me decidiera a dar el paso.

Una vez limpia la yaya mi madre la hizo sentarse en una silla mientras le preparaba la cama. Es una especie de cuna que se cierra por los lados. Volvió a preguntarle si me reconocía y dijo que no mirándome de reojo. Enseguida salimos de allí para irnos a la cafetería a tomar algo.

En el trayecto me fijé mejor en el salón principal, grande y de techo muy alto, circular y rodeado por enormes ventanales, que bien surtido de sofás y sillones daba una cierta sensación de placidez que unida a la más que notoria calefacción lograba que algunos de los que allí estaban parecieran dormir ignorantes de que apenas eran las seis de la tarde, del gran televisor que echaba una película de Castilla la Mancha TV y de las conversaciones del resto residentes, muchos de ellos en sillas de ruedas. El personal que les atendía era femenino en su totalidad, algunas de ellas chicas muy jóvenes. A una de estas mi madre le preguntó por las gafas de la yaya y le contestó que mirarían a ver, no sin decirle si habíamos mirado en su bolso o en la habitación. Otra, más mayor, grande y fuerte, estaba cambiando de silla a una anciana impedida. Un culazo enorme tomó forma en un instante ante mis ojos. Fue una cosa tan inesperada que apenas pude disimular. Y luego estábamos en la cafetería.

Nos sentamos en una mesa que tenía un ejemplar de La Razón lleno en su portada de ejercicios de caligrafía  y pedimos dos tés verdes, una manzanilla, un bizcocho y un plato de patatas fritas. Todo se lo comió la yaya menos mi manzanilla. Entre medias respondía a las preguntas de mi madre: "¿Como me llamo yo? ¿como se llamaba tu hijo que ya no está? ¿como se llamaba tu hija que ya no está? (aquí falló) ¿como se llama tu hija que hoy no está aquí? (acertó tras dudar) ¿como se llamaba tu padre? ¿como se llamaba tu madre? ¿en qué año naciste? (no quiso decirlo) ¿en qué día?..." Después hizo que le pasara revista a toda la tabla de multiplicar, desde el 2 hasta el 9, y sólo falló dos que corrigió al toque mientras trasegaba el bizcocho, las patatas, su té y el de mi madre. A mi me miraba de reojo de vez en cuando. A mi madre no la miraba.

Vi que había un par de wallys en aquella escena. Uno, un tío que recuerdo de mi época más negra, estaba allí con un chisme pegado en la cabeza. No es mucho más mayor que yo, quizá diez años, pero ya le ha dado para acabar en un sitio como ese, siquiera como recuperación en la reciente ala de desequilibrados mentales que han abierto. El otro era aún más joven, otro perdido, y pasó pidiendo que alguien le cambiara cinco euros hasta que lo consiguió cuando aquel lo reconoció llamándole de viva voz por su nombre y poco menos que obligando a que alguien hiciera lo que el desgraciado iba pidiendo, cosa que logró. El tipo se fue con sus cinco monedas que luego fueron seis, pues así se las cantó la mujer que poco menos que como a un parvulario tuvo a bien cambiarle el billete por cuatro monedas de 1 euro y 2 de cincuenta céntimos. Y vi como el tontaco del otro parecía hasta orgulloso al ver que su voz había encontrado eco.

La yaya terminó de comérselo todo y ya casi eran las siete y tenía que hacerse la prueba del azúcar previa a la cena. Nos levantamos y fuimos para allá. Había cola y mi madre pilló unas sillas para la espera, silla que rechacé, por supuesto. Lo malo era que nos pillaba justo al lado de los servicios y si durante todo el tiempo pasado allí no había sentido ningún olor raro ni desagradable en ese momento saltaron todos hasta para el olfato de un fumador como yo. Más aún cuando no habían ni pasado ni treinta segundos cuando salió un viejo atándose el cinturón. "¿Por que no sales a fumar mientras esperamos?" Y eso hice. Soy un hijo obediente.

La noche estaba cayendo. Una tía gorda, enana y fea hablaba por teléfono junto al único banco de la entrada. Me rulé un pito y miré al sur, al único norte a la vista. Las luces de la ciudad, tan cercanas, iluminaban la escena como en aquella gran película. Por no estar cerca de la gorda enana me eché a la izquierda, en el lado que lleva a los aparcamientos. De la residencia salió un visitante y al ver quien era los dos pensamos que mejor no habernos visto. Hay gente que te odia en el tiempo sin razón ni motivo aparente. Yo, por lo menos, no sé qué coño le habré hecho a ese tío para que me mire así desde hace veinticinco años. De verdad que no, pero ya es que me da igual. Y más cuando acto seguido apareció el tontaco con uno de los colegas que van a verle.

Por mirar a algún sitio miré para adentro y vi que Luis salía con su bastón. Y se vino directo a mi a pesar de la llamada del tontaco.

- ¡Kufisto!
- ¡Luis!
- ¡Pero qué coño!...

Nos dimos un abrazo.

Yo esperaba encontrarme una especie de viejo medio subnormal, a alguien ido y fuera de sus cabales, a una piltrafa humana, y la alegría fue grande cuando lo vi tal cual, que no hace falta más que un golpe de mirada para reconocer a alguien sano aunque sea un enfermo de cáncer pata negra, que ya serán seis los años que lleva con el suyo.

- Kufisto, me cago en la puta...Acabo de ver a tu madre y me ha dicho que estabas aquí...
- Aquí estoy, joder. El otro día me enteré que estabas aquí y mira, aprovechando que quería ver a la yaya he venido a ver como estás.

Luis tiene sesenta y pocos años y muchas motos y mujeres a cuestas. La última fue la única que le hizo daño de verdad. Ya estaba mayor.

Está bien. Ha sido una cosa oftalmólogica, un par de desprendimientos de retina. Una mañana se levantó y estaba casi ciego, cáncer aparte.

- Joder, Kufisto, ¡si yo no había bebido la noche anterior! Te juro que me acojoné más con esto que con el cáncer. No ver es lo peor.

Ahora está allí recuperándose. Vive solo y es la mejor manera. Todo está bien. Lo he visto estupendo, mejor todavía. Enseguida saldrá de allí. Será cosa de otro mes como mucho.


Y en esas andábamos cuando mi madre salió y nos fuimos a tomar algo al bar.


Le gusta que la vean con su hijo mayor.


Y a mi con mi madre.

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