Abrí la ventana y fijándome en el charco más grande vi que no llovía. No lo pensé más y cogí las cosas para salir a la calle. Quizá tuviera tiempo para un paseo. El aire fresco y la humedad de tantos días lluviosos harían el resto. No recordaba un temporal como aquel. Nadie podía recordarlo. Dos o tres días seguidos de lluvia era algo raro desde hacía mucho tiempo, pero dos semanas como aquellas eran ya algo poco menos que olvidado.
Salí enfundado en el impermeable y lo primero que vi fue a los trabajadores del super fumando en la puerta. Cambié de acera mientras hacía por ponerme la capucha. Doblé la primera esquina y me la quité. Alguien bajaba de un coche. Era uno de esos trabajadores. Muchos años atrás habíamos sido amigos, pero ya hacía unos cuantos en los que el sólo saludo se había convertido en algo odioso. Lo saludé por su nombre y a él le bastó con un hola. Durante un rato caminé pensando en ese desprecio, en esa falta de afecto que siempre me ha acompañado. Ya de pequeño sentía ese vacío con los demás, ese distanciamiento que todavía sin saber por qué me separaba del resto. La vida de un niño enfermo es una gran mentira hasta que tus demonios vuelven para ver como te va.
Apenas había dejado atrás los últimos pasos de cebra cuando se puso a llover. No era tanto como para regresar a casa; en muchas otras ocasiones le había hecho frente a eso sin dudarlo un instante, pero una sensación de derrota, de error, de equivocación me embargó de tal manera que después de dudarlo unos segundos regresé sobre mis pasos para volver por donde había venido.
Y entonces, apenas un poco antes de donde había dado el último saludo, dejó de llover y se abrió un pequeño claro en el cielo.
Busqué las llaves. No se iban a reír más de mi. Al menos no aquella tarde.
Doblé la esquina otra vez. No había nadie fumando. No había nadie haciendo nada. Nadie.
Llegué al portal y vi como una niña abría la puerta. Pasé tras ella y la cogí tapándole la boca. Alguien se había dejado abierta la puerta de mi bloque y entré. El ascensor estaba allí. Pulsé mi número y la puerta se cerró. Nadie en el pasillo. Saqué las llaves, abrí y entramos en casa. Le pegué dos bofetadas y dejó de patalear. La imagen de mi maestro de primaria vino a mi como un trueno tetrapléjico. Una excitación animalesca me embargó por completo. Paralizada por el miedo se dejó llevar a la habitación. La desnudé y entré en ella. Vi su sangre brotar y lo último que recuerdo es morderla...
Desperté y estaba muerta.
Me entregué. Todo el mundo quería matarme. Todos habían sabido que al final acabaría por hacer algo así. Todos se tiraban de los pelos por no haberme quitado de en medio cuando todavía estaban a tiempo. Hasta el maestro que metía su dedo en mi culo para después olerlo cuando iba a preguntarle alguna duda sobre la regla de tres meneaba la cabeza. Estaba claro desde el principio. Todo había estado claro y habían dejado que pasara. Era un fracaso total, global.
Y aquí estoy, pudriéndome en una celda, esperando la muerte que todos quisieran darme.
Tal vez, quizá, puede que entonces, cuando me alcance, consiga ver bien con el ojo derecho aunque sólo sea por un instante.
Y con un poco de suerte a lo mejor me dejan tranquilo el tercero.
Yo no lo quise así.
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