Una hora larga esta mañana y media corta esta tarde. Ese es el tiempo que le he dedicado a un (otro) fracasado intento por ajustar las zapatas de los frenos de la rueda delantera de la bici.
Había quedado con el de la tienda para el viernes pasado. Una "potencia" (así la llaman) al manillar o adiós cuello, desafortunado compañero de mi vida y sustento de mi débil cabeza. Lo olvidé. Fui el sábado y estaba cerrado. Y esta mañana también. Allí, en la acera de enfrente, me he puesto a la sombra para terquear un rato con la Mecánica más básica, siempre cuántica para alguien como yo. A eso de las once y media, ya con las rodillas casi destrozadas, sudando como si estuviera desactivando la bomba más gorda, he cogido el dos y a duras penas, vencido y derrotado, he ido hasta la gasolinera como si estuviera escalando el Tourmalet.
¿Por qué a la gasolinera y no a mi puta casa? No lo sé.
Primero le he pasado la manguera. La bici estaba llena de barro desde la última gloriosa salida (30 kilómetros por caminos) y hasta a mi me daba vergüenza verla.
- ¿Tienes algo para sujetarla? -le he preguntado al operario. El chico ha desplegado un hierrajo que tenía delante de mis grandes narices y ha sido tan amable de colocar en él la rueda trasera. Menos mal que soy cliente y me conoce.
Segundo problemón: donde echar la moneda. No encontraba la ranura. He estado a punto de volver a llamarle, pero gracias a Dios en el último momento he encontrado el botón correcto que daba acceso al monedero. Había cuatro botones. Le he dado al primero y casi me caigo. Una voz metálica, fría, femenina, indicaba algo que no podía entender bien, tal era el estruendo del chorro a presión. Finalmente, después de tres o cuatro minutos que se me han hecho eternos por aburridos, la cosa ha llegado a su fin con el agradecimiento de la robot y el mío. Después le he dado aire a mis flojas ruedas y a punto he estado de reventar la trasera; tanto que he tenido que quitarle un poco metiendo la llavecilla del buzón en el pitorro, cosa que me ha animado algo, lo suficiente como para echarme a un lado y volverlo a intentar con las zapatas. En esta ocasión he sacado en claro una rozadura en la cara interna de la rodilla derecha. Y ya, cagándome en todo, me he ido de allí para volver a mi casa, no sin antes parar otra vez para ajustar lo que buenamente pudiera, pues aquel Tourmalet se estaba convirtiendo en el puto K-2.
Y así, casi que con calambres en las piernas, conseguí llegar a casa.
La comida no lo fue. Cuando el telediario entra por su salón mis frenos saltan por la puerta de la calle. Me tumbé en el sofá de mi casa y esperé a dormir. Tampoco. Eran las cinco de la tarde. Bajé a la cochera, al trastero. Me fijé en una mesa que allí tengo y hasta hoy no había visto. Pensé que sería bueno para mis rodillas colocar encima la bici. Casi me estrello en el intento. Es tan pequeño el espacio que diez centímetros más hubiesen echado por tierra mi luminosa idea. Quizá a otro le sobraría un metro, pero tampoco soy bueno casando figuras geométricas o distribuyendo pesos. Nada otra vez. Cero. He llamado al tío de la tienda. Ahora sí estaba, ante mi estupefacción. Le estaba explicando mi problema lo peor que podía cuando se ha cortado la comunicación. He salido a la calle para recuperar la cobertura y algo de lucidez.
- Vente para acá -ha dicho. Y al colgar he tenido la sensación de que ha acabado la frase con el "anda" reservado a los zotes.
Para allá me he ido. El infierno. El bochorno. La condenación.
Al llegar estaba hablando con uno con pinta de pijo. Me he fijado en su bici de carreras, preciosa, moderna, ligera, bien montada. Después he reparado más en él y he creído reconocerle del bar. Un médico. Él ni siquiera me ha mirado y el de la tienda me ha dicho que esperara un momento. El pijo, el médico, el doctor, el padre, el amante, el cuentas saneadas, el ciclista anecdótico hablaba y hablaba sobre sus escapadas por la sierra de Madrid, subiendo puertos con su magnífica máquina, visitando lugares maravillosos y conociendo gente entrañable y campechana. He mirado mi Orbea de montaña, mi intermitente y traicionera compañera durante los últimos diez años, y la he agarrado bien del sillín ante el temor de que se fuera con él.
- Bueno, ¿qué te pasa? -me ha dicho al final el de la tienda viendo que el otro se iba a mirar coulottes.
- El otro día pinché...Bueno, no exactamente...Pinché pero...ya en casa, en el bar, es decir, que me di cuenta al día siguiente...Un amigo estaba por allí y se ofreció a reparármelo...en fin...Que al cogerla esta mañana he visto que las zapatas rozaban.
Ha enganchado la bici con una facilidad pasmosa. Ha metido el mismo cable que me ha traído de cabeza durante todo el día por algún sitio desconocido para mi y eso ha empezado a girar como dando un grito de alivio. "La rueda está al revés" ha dicho. La ha sacado y la ha vuelto a colocar. Todo en treinta segundos.
- Ya está.
- Gracias, gracias...¿qué te debo?
- Nada
- Joder, gracias...¿Entonces me paso el viernes para lo de la potencia?
- Sí, sí...Como te he dicho antes no tenían la tuya. Es antigua y por eso va a tardar un poco más, pero puede que el jueves ya esté aquí. Ya te llamo si eso.
- Bueno, pues adiós y gracias otra vez
- De nada, de nada...
En la puerta he pensado en los comentarios post-gañán que seguramente estarían produciéndose dentro.
Pero al dar un par de pedaladas se me ha olvidado todo y he sonreído calle abajo.
A veces tener una mala cabeza es bueno para su salud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario