martes, 8 de febrero de 2022

DE LA PENITENCIA HACIA EL ÉXTASIS

 A no ser que un escuadrón de furiosos lunáticos invisibles estuvieran agitando los troncos de los árboles que se ven tras mi ventana era asunto del viento. Claro está que la epiléptica bandera del colegio de enfrente izada en una alta asta sobre el techo del edificio podría excluir aquella primera posibilidad, ¿pero quien podía asegurar que aquel cabreadísimo ejército camuflado no constara entre sus filas de una falange de obedientes monos trepadores? Nadie. Y yo, con un cocido más que completo y media botella de vino tinto saludándose todavía en el estómago, menos que nadie. 

La primera tarde de la semana lucía espléndida. Era casi un crimen desperdiciar el día de descanso durmiendo la siesta. Sin pensarlo me calcé los duros botines y abandoné la seguridad del piso para marchar otra vez en busca de los molinos: la penitencia auto-impuesta tras la saturnal noche del sábado aún no había acabado.

Ya en las afueras, con los molinos tan a la vista como lo permitía mi melena alborotada, noté los primeros avisos de los pies. De nada iba a servir el experimento del doble par de calcetines; los dedos de allí abajo, esos pequeños deditos que cuentan nos servían para trepar a los árboles cuando fuimos monos sin tiempo que perder en tonterías, protestaban una vez más ante mi terquedad: "No es calzado para esto, Kufisto; no, no lo es. Ya no sabemos como decírtelo" Y lo peor estaba por llegar.

Si yo fuera otro habría dado marcha atrás para regresar por donde había venido; si yo fuera un poco menos estúpido habría dejado a un lado la senda pedregosa para al menos ascender por el camino asfaltado; pero como yo soy yo y nunca dejaré de serlo lo hice como si en vez de cepos portara pantuflas y en lugar de un pequeño huracán soplara la brisa de los mares del Sur, allí donde jóvenes chicas de piel trigueña y amplias sonrisas blancas cuelgan medallones de fragantes flores multicolores sobre tu pecho quemado por el naufragio habitual.

Una ráfaga de viento desquiciado me dio la bienvenida al pisar resollando la cima del molino de más difícil acceso. Tal fue el golpe que me envió unos metros más allá, como el empujón de un portero harto de rechazar borrachos a la puerta de un garito nocturno. Con todo, me encaré con él al recuperar el equilibrio y le hice frente descendiendo por la vía que siempre tomo en esa ladera, una que las mismas cabras consideran intolerable. Allí fue donde la satánica furia del viento se desató por completo ante el terror de mis pies que más que ir pisando piedras eran mordidos por ellas. Por fin alcancé el camino y ya más tranquilo pude oír los lloros de mis pies. Pero aún faltaba ascender el cercano cerro del repetidor, mucho más corto aunque igual de duro. Allí, al menos, no encontraríamos ningún desnortado portero a sus puertas.

Regresé tan reventado a casa que di por concluida la penitencia. Es más, decidí ipso facto tomarme dos días de descanso: ni gimnasia, ni saco, ni paseos a los molinos ni a ninguna otra parte. El trabajo en el bar y nada más. Descanso. Necesitaba descansar. Esto, semejante rara determinación y una vez comprobado el resultado, nos calmó a todos. 

Y dormí como hacía meses no dormía.


Desperté como si una comitiva de jóvenes chicas de piel trigueña y amplias sonrisas blancas hubiesen pasado la noche besándome todas las heridas.

No vi ninguna al abrir los párpados pero...No hay otra explicación.


O al menos yo no necesito otra.

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