viernes, 1 de septiembre de 2017

UNA BOTELLA DURA DE ROER

El Willy empezó a oír y ver cosas que sólo él podía oír y ver. El festival se había acabado, las drogas también y ya era el momento de hacer el viaje de regreso a casa. Sus amigos le buscaron y no le encontraron. Alguien les dijo algo de Barcelona. Dos semanas más tarde sus padres y la policía le encontraron deambulando por ahí y lo llevaron de vuelta a casa. Diez años después el Willy seguía en el mismo sitio donde se quedó. Las voces y las imágenes iban y venían según como llevara la medicación. Pero fuera de ellas no había nada. Nada. Era como vivir con una silla de ruedas para el cerebro.

El padre murió y sus hermanos se fueron del pueblo a seguir sus estudios. A los amigos ya les había dicho desde el principio que eran demonios y que Dios le había ordenado que no se juntara con ellos. Se enclaustró en casa y pasó los años comiendo, fumando y viendo el televisor. Engordó mucho y empezó a perder algo de pelo. Un día salió y se emborrachó. La policía lo detuvo y llamaron a su madre. Lo llevaron al hospital y algunos días después salió para su casa. Esa fue la primera de muchas. El Willy se había cansado del claustro materno.

Poco a poco empezó a hacer nuevos amigos. Vagabundos y tirados que se reunían allí donde no molestaran demasiado. A veces lo hacían de más y la célula era disuelta a golpe de porrazo policial. Durante unas semanas estaban cada uno por su lado, pero ya con las aguas calmadas y algunas desterradas ausencias la cosa volvía más o menos a su ser. De vez en cuando se les unía alguna puta en las últimas o alguna discapacitada olvidada por todos y las manoseaban por turnos y previo pago en alcohol, drogas o chucherías.

Que viera cosas que los demás no veían no significaba que no viera lo que ellos veían. Él veía más, eso era todo. También a ellos, a sus antiguos amigos, aunque terminaran por evitarlo ante sus solas peticiones de algo de dinero entre pretendidas sonrisas de imposible complicidad. Esto era algo que llevó a algunos de ellos a considerar la posibilidad de que no estuviera loco sino que simplemente se lo hiciera. "Ese cabrón no está tan mal como dicen -decían-, ¿sino de qué iba a estar por ahí bebiendo y poniéndose todos los putos días? ¡y encima viviendo de la madre y con la pensión que le dieron! qué desgraciao, qué hijo de puta...Qué asco me da"

Una tarde los vio a lo lejos sentados en una terraza. Estaban tomando copas con sus novias o esposas y podía oírles reír y hablar fuerte. Parecían estar pasándoselo tan bien que el Willy cesó en su paseo habitual, pasó al chino, compró una botella de whisky, hielo, cocacola y un paquete de cigarrillos y se sentó en un discreto banco para observarlos. Dos horas más tarde se fueron a cenar. Y después de pensarlo un rato decidió hacerles una visita en el último garito de la noche. Ese donde ya los había encontrado alguna vez.

Eran las cuatro de la mañana y ellos todavía no habían llegado allí. Willy lo sabía porque llevaba desde la una haciendo guardia a una prudente distancia. Había pasado un par de veces a mear para asegurarse. No estaban. La botella de whisky se estaba acabando y pronto sólo le quedaría cocacola y unos cubitos de hielo que ya estaban volviendo a ser agua. El sueño comenzaba a vencerle cuando oyó un prolongado maullido al otro lado del callejón. Asustado se acercó y vio desaparecer la cola de una gata en celo, una como tantas de esas que habían matado a patadas tras acorralarlas cuando eran todos unos chicos en busca de diversión. La gata se había escondido en un pequeño recodo muy oscuro. Maullaba y maullaba sin parar. Willy sacó el mechero. Trató de encenderlo pero sólo logró sacar chispas. Y a cada intento los maullidos se hacían más y más fuertes, más y más agudos, más y más dolorosos. Estaba a punto de darle una patada a la oscuridad cuando el mechero se encendió. Los maullidos cesaron y temblando como al borde de un ataque acercó la llama y vio a una gata sonriéndole en silencio mientras un enorme gato negro la montaba furiosamente sujetándola por la nuca con sus dientes.

Despertó. ¿Qué hacía allí? ¿donde estaba? ¿qué había sido eso? Cogió la botella y apuró el último trago a morro. Se incorporó y con todas sus fuerzas la lanzó al otro lado del callejón. No oyó el ruido de cristales rotos. Furioso, fue a buscarla para destrozarla a mordiscos si fuera necesario. Pero a mitad del camino tuvo miedo y se dio la vuelta. Salió a la calle y vio luz enfrente. Tenía una sed horrible. Ese último trago le había abrasado las entrañas. Tan sólo quería beber un vaso de agua e irse a casa, a casa, a casa...

Entró al bar. Las luces estaban dadas y la música baja. La camarera lo miró asustada.

- Un vaso de agua

Un camarero se acercó y mirándole muy seriamente se lo puso

- Te lo bebes y te vas -le dijo
- Sí, sí...

Willy lo cogió y se lo bebió de un trago

- Otro, por favor. Otro y me voy
- El último. Y rapidito.
- Sí, sí...

Esta vez levantó la vista mientras se lo bebía y se vio reflejado en el espejo del botellero. Ahí estaba él; gordo, borracho, abotargado, con una barba que daba asco verla...y detrás de ella estaban sus viejos amigos.

Le miraban. Todo el mundo estaba mirándole muy serio. Se volvió y los vio. Allí estaban con sus mujeres. Allí. Ahora estaban allí. Ahora sabía qué hacía allí. Y ahora que él estaba allí todos habían dejado de reír.

Se acercó al primero de ellos, a quien había sido su mejor amigo.

- ¡Tú! -dijo Willy
- ¡Yo qué, desgraciao! -respondió el otro todavía más fuerte

Willy se echó mano a la cazadora y encontró un pedazo de cristal. Iba a sacarlo cuando alguien por detrás le golpeó con una botella en la cabeza.

Despertó. Ahora estaba tumbado en un banco. Se reincorporó y vio que estaba amaneciendo. Miró a un lado y vio una botella de whisky casi vacía, una de cocacola y unas cuantas colillas. Echó el último trago, se levantó con la botella en la mano, la pasó arriba y abajo de su nuca y se fue con ella para casa.


Estaba en la puerta cuando la tiró al suelo para ver como se hacía pedazos.


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