"Patatas...cervezas...huevos...pan...sardinas en lata...ajos...y limones"
Cerré la nota en el teléfono, me levanté de la cama y fui al salón. El termómetro marcaba cero grados: "ni frío ni calor" Recordé aquella frase de la Biblia en la que Dios dice que vomitará de su boca a los tibios. Subí las persianas: una mañana gris, de nubes bajas aunque sin niebla. Una típica mañana de Navidad. Los helados parabrisas de los coches que habían pasado la noche en la calle causaron que recordara a mi padre y una de sus frases cuando de regreso a casa tras cerrar al bar me decía: "Pobres de quienes tengan que pasar la noche en la calle. Qué pena" Precisamente ayer por la tarde, de visita en casa de madre, dijo que había comprado para el sorteo de hoy el abonado que tuvo mi padre hasta hace casi ocho años. También me contó otra vez lo feliz que fue con él tras su desgraciada infancia a manos de una madre maltratadora. "Mira -dijo pasándome la revistilla-, he empezado a hacer sopas de letras, como me dijiste que hiciera para la cabeza. Pero es difícil...las palabras son tan largas"
Volví al dormitorio, me aseé, desayuné, cogí el DNI y la tarjeta sanitaria, las llaves y bajé a la cochera.
La primera parada era obligada: el ambulatorio. Desde hace algún tiempo no responden al teléfono y hay que coger la cita de manera presencial. Aparqué, con suerte, cerca de la entrada pues a pesar de la fecha y la temprana hora apenas quedaban plazas libres. Dentro, sin embargo, apenas había una pareja con su bebé en recepción. Vi a otra empleada libre y sin esperar que me llamara fui hacia ella, que me atendió con sequedad sin pedirme la tarjeta y me dio cita para dentro de ocho días.
De camino hacia el banco (allí es imposible aparcar cerca) tuve tiempo para fijarme en la casa paterna de un antiguo compañero de estudios, un chaval al que no veo desde entonces y no creo que vuelva a ver. Allí se quedó un tomo de una biografía de Franco de mi padre (la de Ricardo de la Cierva) que utilizamos para un trabajo del colegio.
La primera puerta automática se abrió, aunque no sin reticencias. No tuve tanta suerte con la segunda pero coincidió con que uno de los empleados, un tío menos viejo que yo, iba a salir y, reconociéndome, al menos permitió que pasara adentro. Este es uno de los que hace diez meses fue al velatorio de mi tío, un hombre que trabajó en ese banco durante toda su vida laboral.
- Échate un poco para atrás, Kufisto.
Así lo hice y un instante después se abrió. Un tanto avergonzado por no recordar su nombre le deseé feliz Navidad mientras salía a desayunar, a lo que respondió de la misma manera un tanto sorprendido. Tal vez sea demasiado pronto.
La máquina expendedora de turnos no permitió la operación porque todavía faltaban dos minutos para las nueve. Un empleado que salía de las dependencias interiores me lo advirtió amablemente sin reconocerme. Pero yo sí le reconocí: era aquel chaval de un pueblo cercano al que su novia de toda la vida le dejó a las puertas de la boda para irse con un negro de dos metros con el que al final sí acabaría casándose para darle al menos dos hijos, pues esos tenían cuando cerré el bar hace algo más de dos años.
Pasaron los dos minutos, completé las operaciones requeridas y ya con mi ticket en regla entré en el salón de juego.
El tipo que estaba en caja era el mismo que el de hace un mes. Entonces tuve que formalizar la firma electrónica porque hacía años que no pasaba por allí. Con un suspiro de alivio le oí decir que todo estaba bien y pude sacar doscientos euros. Hoy sólo iban a ser cien, pero no por ello estaba menos inquieto, al contrario. El buen Marmeladov dijo una vez que la pobreza no es una deshonra como la miseria. Yo todavía llevo poco tiempo siendo pobre.
- Espera un momento, por favor -dijo al ver que me encaminaba hacia su puesto- Aún estoy arrancando el ordenador.
Me sorprendió que no me tratara de usted. Claro que un banquero, como un camarero, se queda con las caras y supongo que sabrá que no tengo un duro y que bueno, más o menos hay confianza y en fin, "cercanía" y todo eso que dicen en los cursillos.
La espera fue tan breve como en el leve incidente en la Segunda Puerta. Le pasé el DNI, maniobró en el ordenador y este le respondió soltándole cinco billetes de veinte de euros por una ranura. Luego él los pasó por otra máquina que confirmaba la validez y me los entregó juntó con el DNI.
- Feliz Navidad -le dije al despedirme. Y otra vez resultó como algo extemporáneo.
El pan lo compro en el Lidl. Es un pan de 900 gramos que aguanta una semana o incluso algún día más. Es de centeno en sus dos terceras partes. La cerveza también la compro allí, su "Argus" que casi es como el Argos del perro de Ulises en aquel maravilloso cuento de Borges. Es barata (apenas treinta y dos céntimos la lata) y está mucho mejor en comparación con otras de parecido precio que son absolutamente imbebibles. Y ya que estaba compré el resto.
Una señora mayor me cedió su lugar a la hora de pasar por caja. Pagué 20'72 en su justo precio a la chica con los antebrazos tatuados por estrellitas y símbolos y me fui al Carrefour.
Aparqué en la misma puerta, fui a la administración de loterías, eché una bonoloto y una primitiva y allí los dejé, nerviosos y atacados, preparándose para su gran día, tal que un camarero a las puertas del mediodía de Nochebuena.
Eran las diez de la mañana y ya lo tenía todo hecho.
Regresé a casa. El compañero de piso todavía no se había levantado aunque ya estaba viendo pelis de tiros y explosiones a buen volumen en su dormitorio. Sopesé la opción de ir a la biblioteca para continuar con la relectura de "Los hermanos Karamázov" que inicié el jueves pasado, pero era demasiado temprano para ello. Y en mi estado actual con la pierna es imposible pensar siquiera en hacer mis rutinas: saco, fondos o incluso andar algo más allá de lo normal ha quedado más que descartado tras varias pruebas en un mes de dolor.
Coloqué la compra, encendí el ordenador y me puse a jugar al ajedrez para hacer algo de tiempo antes de comer.
Estoy jugando más que nunca. Ayer, sin ir más lejos, pasé casi ocho horas enzarzado con unos y con otros. Jugué con un ruso majísimo de Syktyvkar que está aprendiendo español para irse a Sudamérica. Es curioso pero la mayoría de la gente con la que juego no pone su bandera. Yo sí. Y raro es que cuando juego con un ruso no me pregunte por España. Bueno, raro no, pero son los únicos o casi. En cualquier caso mi rating ha bajado mucho. Llega un momento en el que desconecto con la partida ganada, un tanto avergonzado por la persistencia de mi rival. Y pierdo. Pero no me enfado mucho. Supongo que será una de las consecuencias de estar varado.
Cocí unas patatas, freí un par de chuletas de cerdo y dos huevos en el mismo aceite y volqué las patatas y lo revolví todo y aquello salió de muerte y me fui a la cama después de fumarme un pito.
No dormí. O al menos no profundamente. En mi estado actual es imposible hacerlo sin anti-inflamatorios.Y no quiero abusar: uno para pasar la noche y fuera.
Era la una y media cuando regresé al salón. Jugué otra partida y vi que iba por el mismo camino de este fin de semana, es decir, echar horas y horas, pito tras pito. Pero hoy es lunes y la biblioteca y su estupenda sala de lectura estaba a mi disposición para continuar la lectura de los Karamázov y a pesar de que aún era demasiado temprano para mis costumbres decidí ducharme, afeitarme, ponerme ropa limpia, perfumarme e irme a la biblioteca cual Smerdiakov de la vida con tal de no consumirme con la inactividad de mi cuerpo y la pasividad de mi mente.
Por primera vez en mi vida, o al menos que yo recuerde, aparqué justo enfrente, al lado de una plaza para minusválidos. La sala de lectura, amplia, muy bien iluminada y dividida en dos sectores, estaba casi vacía. Tomé asiento en una mesa sólo ocupada por una jovencita con su ordenador y sus apuntes, saqué el libro, cogí uno gordo que tengo controlado para hacer de punto de apoyo ("La historia de la radio en España, 19tal-19cual") y me sumergí en las vicisitudes de los hermanos.
Poco a poco la sala fue llenándose de chavalería, tanto que hubo un momento en el que pensé que debería retirar el abrigo de la silla adyacente a la mía pero no hubo lugar. Finalmente un par de chicas se sentaron al otro lado de la mesa y la que quedó enfrente de mi era exactamente igual a un amor de juventud.
Y ahora ahí estaba yo, un cincuentón leyendo otra vez "Los hermanos Karamázov"
Salí a fumar. Me fijé en el horario para Navidad de la sala de lectura. Le eché una foto para no olvidarlo: hoy cerrarían a las siete. Un recital de poesía.
Recordé a Drácula y a Mina cuando volví a sentarme delante de ella. Y me sumergí en la lectura ayudado por la obra y el silencio absoluto, tan alejado del tiempo en el que yo tenía la edad de ellos.
La amiga empezó a recibir visitas que la abrazaban y le decían cosas que yo no podía oír: es increíble lo bajo que puede hablar esta juventud. O quizá sea que escuché demasiado heavy metal. Pero Mina estaba aparte, nadie le decía nada y nadie la abrazaba.
Y en un momento sin visitas se levantaron y salieron dejando sus cosas allí. Poco después una de las bibliotecarias voceó que ya era la hora de largarnos y fue entonces cuando me di cuenta que yo era el puto viejo: todos empezaron a hablar como liberados.
De pie me rulé un cigarrillo.
Y vi que soy invisible.