viernes, 10 de noviembre de 2017

FRUTOS SECOS

Entré a la tienda por su puerta secundaria para comprar cuatro euros de anacardos crudos. Había una mujer pagando y esperé apoyándome en el mostrador. El paseo se me había hecho más largo de lo que en realidad había sido. El cielo, todavía luminoso y casi diáfano cuando salí, había terminado por cubrirse de nubes. Y el viento, apenas una suave brisa al principio, poco a poco fue haciendo hablar a los árboles hasta el punto que los últimos que vi, ya atrapados en las sombras, causaban una mezcla de pena y miedo. Dentro del pueblo bajé por su calle principal. Había poca gente y la conocida que encontré no quiso verme. Y ya abajo, en su principio, pasé a la tienda de los frutos secos.

La mujer que estaba pagando no tenía dinero suficiente o puede que tuviera de más, cosa que a veces y según donde es como no tenerlo. Le faltaba un euro y acabó por pedirle ayuda al marido que la esperaba en la salida de la puerta principal junto a un chiquitín. Lo llamó por mi nombre y enseguida, sin verlo ni saber porqué, supe que era él. Y lo era aún de medio lado. Instintivamente volví mi cabeza al frente. Pero cuando se fueron a subir la calle que yo acababa de bajar vi como él, con el rabillo del ojo, me echaba una de aquellas tristes miradas para asegurarse. Ninguno hizo amago de nada y yo compré mis anacardos. Hace veinticinco años me prestó el dinero que me faltaba para comprar las obras completas de Dostoyevski en un puesto de libros que había poco antes de llegar a la feria que esa noche terminaba. Aquella leve amistad no duró mucho y poco después le perdí de vista durante años, con algún casual e incómodo encuentro en alguna cola del súper o cosas así. Es como si aquellas amistades del pasado tuvieran la culpa de tu presente, por breves e insustanciales que fueran; y las que fueron fuertes y dejaron huella, sólo ahora, ya con el tiempo volando de las manos y la salud empezando a renquear en algunos de ellos, volvieran a verte como te veían cuando éramos unos chicos que a lomos de cadys y vespinos más trucados que la baraja de un mago íbamos por ahí rompiendo los retrovisores de los coches.

Hace unos días, hará un par de semanas, uno de estos vino al bar con su segunda mujer. No tienen hijos, no creo que los tengan ya, y parecen felices. Con la sonrisa puesta charlamos un rato mientras les atendía y pronto los dejé para seguir con los clientes que iban llegando. Al rato llegaron un par de amiguetes habituales y, sorprendidos, se pusieron a hablar con la pareja tras los respectivos abrazos. Y fue entonces, mientras tiraba unas cañas, cuando les oí hablar del accidente de moto que había sufrido un viejo amigo un par de semanas atrás. La hostia había sido fuerte. Estaba en el hospital pero no había nada que temer. Durante una pausa me enteré mejor. Hace años, años, que no lo veo pero me dolió. Un motero de los auténticos, de los de toda la vida, no de los sobrevenidos, pero prudente aunque no cobarde ya siendo chaval había estado a punto de matarse por una cuestión de mala suerte en uno de esos caminos dejados de la mano de Dios aunque no de las rejas de los tractores. Mientras escuchaba busqué en la agenda del teléfono y vi un par de números con su nombre, aunque bien pudieran ser los de su hermano pequeño. Por un momento pensé en pedirle a mi amigo el número para confirmar, pero no lo hice. Y cuando se iba a marchar le dije que le diera recuerdos de mi parte. ¿Qué otra cosa? Estará hecho caldo, lo conoce todo el mundo y no tendrá ganas de más. Y después de todo puede que ahora, cuando ha tenido el susto grande, vuelva a venir por aquí para verme tal y como otros están haciéndolo. Ya cuando éramos chavales la cosa iba así. Yo era algo más mayor y tontorrón que ellos, leía libros y todas esas mierdas y si tenían que confesarse con alguien, si tenían que hablar de algo que les daba vergüenza hacerlo con los otros, era conmigo.

El sábado pasado por la mañana vino al bar uno de los que se fue del pueblo. Lo hizo con su novia, una mujer de esas que no te extrañaría ver haciendo un anuncio dirigido a mujeres maduras. Siempre se le dieron bien las mujeres. Era chulo, guapito, popular y sabía hacerlas reír. Él me enseñó a hacerme los canutos cuando ya andaba metiéndose rayas. Después fue él quien vino a preguntarme qué tenía que hacer para dejar de hacer el subnormal. Le dije que lo mejor sería dejar de estar con la gente con la que estaba. Y se fue de aquí.

Viene al pueblo por Navidad, en Nochebuena. Está tres o cuatro días, quizá cinco, pero no más. Después se vuelve a su isla y hasta el año que viene. Pero esos días que está por aquí siempre viene por mi bar, junto a la marabunta que suele traer y de la que yo siempre pasé bastante. La mayoría de estos, sino todos, viven fuera; pero vienen al bar porque él dice que hay que ir a mi bar. Llega, entra y con una gran sonrisa me da un abrazo. Después nos preguntamos por la salud y eso y empezamos al lío, sin más. Eso es todo. Y lo más curioso es que no siendo esta, ni de lejos, una amistad de las de aquellas noto su sincera alegría cuando me ve. Y yo, siempre tan escopetado, la agradezco de veras: la noche y el día tienen un rato en el que se complementan.

Se iban a correr al parque, me dijo. No le pregunté nada del porqué andaba por aquí no siendo Navidad. Bebieron sus cafés y se fueron a lo suyo. El martes o el miércoles, solo, volvió al bar. Y entonces ya, con cara seria, me dijo que estaba en el pueblo por su padre enfermo. Al día siguiente tenía que volver a su trabajo en la isla y venía para despedirse. Pronto llegaron sus amigos. Los dejé a sus anchas y ya se iban cuando mi amigo volvió:

- Nos vemos en Navidad, Kufisto
- Nos vemos

Nos dimos un abrazo y se fue.


He salido a comprar tabaco y whisky mientras escribía esto. De primeras pensé en hacerlo andando, no serían más de veinte minutos que me vendrían bien para despejarme un tanto. Pero hace frío. Y yo ya tengo cuarenta y cuatro años. Cada vez me gusta menos el frío.

Llaves del coche. Primer día de calefacción. Me pongo la bufanda, la cazadora de cuero de segunda mano y el gorro de la Real Sociedad. Bajo a la cochera. Abro la puerta mientras lo arranco y hago la maniobra. Perfecta. El loro está en modo AUX. Lo pongo en radio y sale la Clásica. No, no me apetece. Una pulsación más y aparecen los King Crimson con su jodido "In the court of the Crimson King" Los llevo puestos dese hace un mes, creo. Mis trayectos son tan cortos que se me olvida cambiarlos. Estoy hasta los cojones de King Crimson. Subo la rampa y salgo a la calle con mucho cuidado. No, no más "in the court of the Crimson Kiiiiiiing" por un buen tiempo. Lo quito y como puedo, sin mirar, saco un Cd cualquiera. Lo meto y son los Pogues en directo desde París...

Sólo me falta darle a las luces largas como Homer Simpson. Un imbécil que circula a paso de tortuga por delante mía aparca justo donde pensaba hacerlo. No me achanto y lo hago a continuación, tapando dos salidas de cocheras particulares. Pongo las luces de emergencia y me bajo del coche antes que él con "Streams of whisky" en la cabeza.

- Un Golden Virginia de 50, guapa -le digo a la estanquera

Me lo da y veo un pulmón negro abierto por la mitad

- Oye, encanto, dame otro haz el favor...

Me lo cambia y voy a irme cuando alguien me da un toque por detrás.

- Kufisto

Era el del coche de delante.

Era uno de los que no me caían bien cuando teníamos veinticinco años menos. Ahora, desde hace muchos años, es amigo por cliente fijo del bar, del café de la tarde y alguna que otra vez de un chupito. Más madridista que Bernabeú cruzado con Rubalcaba, es un pirao de los deportes, aunque discreto si ve que te importan los mismos tres cojones que a él el ajedrez.

Salgo un tanto trastornado por el breve encuentro y enfilo hacia el 24 horas. Podría ir al super que tengo al lado de mi casa y pillar la botella de whisky por cuatro pavos menos. Pero no, nonono...eso es sólo en última instancia. Precisamente ayer me topé con uno de sus encargados, un antiguo buen amigo, mientras iba hacia mi casa con las naranjas del moro de la esquina y no quiero verlo al menos tanto como él no quiere verme a mi: no sabía ni como ponerse mientras nos cruzábamos. Joder.

- Adiós, Kufisto
- Adiós, adiós...


Estoy aquí y he escrito esto. La noche ya está más que caída y mi gata anda jugando con el tapón de una botella en vistas de que ni subiéndose a mis espaldas le hago caso. Anoche, ya en la cama, me fijé en una mancha que tenía tras sacarla poco menos que arrastras del water de la habitación. Y pensando que era alguna de las pelusas que allí crían sus pelusillas fui a quitársela y me encontré un poco de mierda de gata al tacto y, sobretodo, al olor.

- ¡Me cago en tu puta madre!

La lancé como si fuese una jabalina y corriendo fui a lavarme las manos.


Hija de puta.


Después durmió conmigo y esta mañana estaba ronroneándome media hora antes de lo previsto, justo cuando la noche es más negra.


Luego me levanté, le di de comer y me fui para el bar con los malditos King Crimson.





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