Hoy le ha tocado al salón. La tarima que hay sobre el sofá ha quedado limpia de libros y películas, también de todas las cosas que he ido dejando sobre ellos durante estos años: facturas, librillos de papel, cables...cosas. Había un mar de mecheros bajo el sofá y casi todos funcionaban; algunas piezas de ajedrez, más papeles y hasta una nuez. Lo he guardado todo menos el polvo y la pelusa y en cajas y grandes bolsas me los he llevado a una de las habitaciones de los trastos.
No se ha librado la mesa baja del televisor. El vídeo, la play2, el equipillo de música y el TDT han corrido la misma suerte. Hace muchos años que no utilizo nada de eso. Los tenía ahí porque no tenía tiempo. Incluso he llegado a pensar en dejarme los riñones con el televisor (es de los antiguos y llevo años sin encenderlo) pero me he acordado de mi madre y una vez limpio he vuelto a dejarlo en su sitio. No sé, quizá tenga que venirse aquí y a ella le gusta ver la televisión.
Después he terminado la segunda parte de las lentejas con salchichón que hice ayer y la he llamado.
No podía dormirme en el sofá y me fui a la habitación. Allí creí hacerlo durante más tiempo del que dijo el teléfono cuando lo miré, apenas treinta minutos después. Ahora duermo menos que antes. Tengo más tiempo, tengo todo el tiempo, pero duermo menos. Anoche llegué a ver las dos y media. Y a pesar de que como siempre la persiana estaba bajada a tope he visto las seis en el reloj. Un poco más, al otro lado, el brazo por debajo de la sudada almohada, por abajo, los pensamientos, las ensoñaciones, el cerebro despertando, un poco de Zaratustra en la voz de Artur Mas para apagarlo, otra vuelta, esa parte me gusta, más cerca, mi sobrinete, quiero verlo, hace once días que no le veo...
Ayer tuve una llamada de vídeo con él. Su padre, mi hermano, me avisó el día anterior. Yo estaba en el sofá, como hoy, leyendo otra novela de Agatha Christie en mi nuevo Kindle, una de las regulares. Fue mi primera videollamada.
El chico miraba al teléfono en los brazos de su padre, que le decía que ese que estaba ahí dentro era su tío, ese que los lunes que descansa le saca en el carrillo. Sí, lo llevo por ahí al mediodía de los lunes. Este último no, claro. El chico miraba el teléfono y yo me veía en una ventanilla. "¡Tu tío -le decía su padre- tu tío!" Pero el chico miraba aquello sin saber muy bien a qué atenerse. Alzaba los bracitos como esperando que yo lo cogiera para subirlo. Sí, era yo, era su tío, ese pelón que todos los lunes lo sube hasta el techo cubriéndole de besos antes de encerrarlo en el cochecito, pero esta vez, por alguna razón no podía hacérselo. Y además, ¿como es que ahora era yo tan pequeño cuando antes parecía un gigante?
Hoy no había partidas en el Torneo de Candidatos. Ayer el chino, uno de los favoritos, le ganó la partida al más favorito de todos, el americano, uno que estos días he visto demasiado sobrado. Y eso que contra todo pronóstico había perdido las dos primeras partidas. Ahora está otra vez en la pomada: ganó a quien tenía que ganar y empataron todos los demás. La ronda perfecta tras dos para olvidar. A veces pasa eso, que te viene un golpe bueno, aunque tal vez sea más por el espectáculo que por ti. Es muy jodido remontar después de haber empezado tan mal. Muy jodido.
Con mucho temor y cuidado reanudé la limpieza con la gran mesa del ordenador. En otro tiempo estaba en otro sitio, junto al ventanal, cumpliendo su función social sin ordenador necesario. Pero de eso ya hace muchos años.
Por un momento pensé en meterle los altavoces del equipillo de música que había quitado. No son gran cosa, una ful, pero mejores que los que tengo seguro. Claro que también pensé que eso ya lo había pensado antes y así fue, pues cuando vi las conexiones se me quitaron las ganas. Limpié como pude sin quitar más accesorio que el teclado y eso haciendo una clara nota mental sobre qué cable había desconectado.
La novela de hoy no era demasiado buena. Tenía la sensación de haberla leído ya. O puede que la haya visto en uno de esos episodios de Poirot. No sé; es como leer algo que deberías reconocer pero que sin embargo aparece a tus ojos de otra manera. De todas formas mañana seguiré dándole una oportunidad.
A las ocho empezaron otra vez con las palmas. Poco antes, apenas dos minutos, un gilipollas abrió las ventanas de su piso y pinchó el "Resistiré" del Dúo Dinámico a todo lo que daba. Algunos salieron a las ventanas para dar palmas y voces.
Creo que mañana voy a poner el de Barón Rojo a la misma hora y a todo trapo.
Sí. A mi manera. Como el chino del ajedrez. Como Ding Liren. Como quien parece tenerlo todo perdido y se clava en su silla frente al sobradísimo subcampeón del mundo y juega una apertura dudosa y se mete en líos demasiado duros para su decepcionante clasificación y con todo y con eso va hacia ello. Y al final ganas y vuelves a estar dentro.
Resistiré, sí. Pero a mi manera.
viernes, 20 de marzo de 2020
viernes, 6 de marzo de 2020
HISTORIAS DE FAMILIA
Yo jamás pude comprender como mi abuelo había podido comprar aquella casita de campo siendo él tan huraño como lo fue en sus últimos treinta años de vida. Prácticamente se recluyó en su casa y sólo salía de ella para dar un paseo por la mañana. Daba de comer a los pájaros migas de pan desde la ventanita de la cocinilla y de vez en cuando se asomaba para vernos jugar en la calle, aunque no por mucho tiempo: le asustaba nuestra inconsciente vitalidad. Supongo que él, huérfano desde pequeño y enfermo durante casi toda su vida, no tenía ni idea de como lidiar con aquello. Hablaba poco y siempre estaba serio. Sólo le vi perder los papeles cuando Señor le marcó aquel gol a Malta. Creo que hasta rió.
Alguna vez iba un vecino a visitarle en su casita del pueblo. Era este un carnicero casado con una mujer mucho más grande que él. No habían tenido hijos y quizá por ello hacía los mejores embutidos del pueblo. Tenía una sonrisa falsa a los ojos de un niño, la boca grande y los labios carnosos. Le brillaban los ojos. A mi no me gustaba. Murió hace poco. A veces lo veía andando como sonámbulo por ahí. Se había quedado viudo y ya estaba lo suficientemente viejo como para pensar que no me reconocería después de tanto tiempo. No tenía ganas de saludarle y no le saludaba. Luego lo encontré en la misma residencia donde murió mi otra abuela, aunque él se fue antes. Estaba en una silla de ruedas, consumido, y no se enteraba de nada. Una mujer, creo que una sobrina, iba a visitarle y tomaban algo en la cafetería. Mi abuela, incitada por su hija, cantaba viejas canciones de su niñez y respondía sin error ni duda, tan seria y arisca como lo había sido toda su vida, las multiplicaciones de una cifra que cariñosamente le pedíamos. Había otra anciana ya casi cadavérica que incorporada en su silla automática miraba extasiada el luminoso cielo que había tras los grandes ventanales mientras sus familiares tomaban algo y charlaban entre ellos. Es un largo ocaso idílico el que uno puede contemplar tras los cristales de la cafetería de esa residencia.
¿Qué hubiera salido si aquel abuelo y esta abuela se hubieran casado? no me lo puedo imaginar. Por contra sus respectivas parejas fueron alegres y grandes amantes de la vida.
Aquella casita de campo no era para alguien como mi abuelo: era la única de todo el contorno que estaba casi pegada a otra, una especie de mole bruta de la que apenas nos separaban una extensión de brazos. Quizá fuera porque el vecino casi nunca iba por allí pero aquella presencia tan cercana y extraña no dejaba de ser algo desagradable aún cuando casi siempre estábamos solos. De hecho apenas recuerdo haber coincidido las dos familias juntas pero no revueltas, quizá una o dos veces. El otro viejo, el amo de ese caserón, era un loco, según oí decir alguna vez a mis familiares, quizá a raíz de que parcialmente se las arrancara a unos árboles que delimitaban nuestro terreno del suyo bajo la excusa de estar invadiendo sus tierras. A la sombra de aquellos árboles moribundos, años más tarde, debajo de una baldosa medio suelta que hacían como de posaderas sobre unas piedras más o menos rectangulares, guardé tiempo después mis primeras revistas pornográficas. Ya por entonces la casita de la familia ya casi se había perdido su sentido.
Una de esas veces en las que con mi bicicletilla iba a hacerme pajas a gusto a siete kilómetros de la casa de mis padres y mis cuatro hermanos fue que acabé y al dar una vuelta para estirar las piernas por el vacío terreno del otro vi su puerta abierta. Me asusté, pues no había visto ningún coche aparcado al llegar por el largo camino de tierra. Yo no tenía llaves de la casita de mi abuelo y tenía que sacudírmela a la intemperie, por la que la idea de que alguien hubiera podido verme me llenó de inquietud, aunque duró poco. Allí, en efecto, no parecía haber ni dios. Así que, con el corazón en un puño pero sin dudarlo mucho más que una vuelta al perímetro de la base y un vistazo a su viña, pasé para adentro.
Era como tres veces nuestra casita pero mucho menos recargada. Apenas había nada que fisgar. Busqué con la sola idea de encontrar revistas pornográficas, siquiera un Interviú, y no encontré ninguna. Ese tío, ese viejo loco arrancador de raíces de buenos, frondosos y comprensivos árboles, no tenía nada.
Fue por aquellos años que un día de verano nuestro tío de Madrid, el marido de la única hermana de nuestro padre, dijo que íbamos a ir a pintar la alberca. Mi hermano, yo y él. Éramos unos huevones (yo el mayor de todos) y teníamos que espabilarnos. Y él era una especie de sargento de hierro que si bien nos quería mucho tampoco era nuestro muy cariñoso pero muy dejado padre. Y no sé si fue que todo el mundo esperaba que yo no hiciera nada o poco (tal era mi fama) que me esmeré de tal manera que al volver al pueblo pude oír como mi tío decía que yo había sido, de largo, el más currante de los dos. Esto fue algo que me llenó de tanto orgullo y satisfacción que apenas un par años después derivó en verme con derecho a robarle dinero en su casa para mis por entonces nacientes vicios, algo por lo que enseguida fui descubierto para mi más absoluta vergüenza. Desde entonces me conformé con hacerlo sólo con el bolsillo de mi padre que, aún siendo tan diferente al suyo, callaba y nos dejaba hacer mientras no nos pasáramos cual ciego entre lazarillos.
Hoy mi tío se iba para Madrid. Un cumpleaños de un nieto. Antes de ayer murió mi padre hace tres años. Él me lo recordó en el bar. Yo ya lo sabía, no olvido aquella mañana, pero él me la recordó.
Ya va estando viejo. Siempre se ha cuidado mucho, casi hasta la hipocondría, sin haber sido ningún Flanders. Mi padre, tan distinto de él, se reía de sus neuras y sus consecuencias. Pero se llevaban bien. Tan bien como hermanos. Mi tío me lo dice mucho. Creo que él lo echa más de menos que yo.
Aquella casita se vendió hace muchos años para solventar deudas del viejo y apestoso bar, todavía con mi abuelo vivo, cosa que tuvo que ser dura de verdad para él y para mi padre más, pues lo quería y respetaba con locura tan diferentes que fueron.
Y aquí estamos, seguimos, en el nuevo desde hace veintiún años.
A mi abuelo le faltó uno para llegar a verlo.
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