viernes, 6 de septiembre de 2019

TOKYO

La cosa empezó por el tresillo de la difunta abuela, que si yo lo quería y tal, que seguro me vendría bien después de tantos años y dos gatos. Dije que sí por no hacerle un feo a mi madre y nada más. Los días, como no, fueron pasando y en vistas de mi falta de noticias volvió a llamarme una y otra vez, que si conocía a alguien con una furgoneta y esto y lo otro, y yo dije que sí, que hablaría con no sé quien y en fin, quizá se olvidaran de mi; tal vez se cansaran de esperar y se lo dieran a otro hijo más interesado, o a una prima, o yo qué sé. Al final, como no podía ser de otra forma, fue la vieja quien se preocupó por dar con uno que tuviera una furgoneta. Estaba claro que quería que el tresillo de los cojones, el tresillo de la difunta abuela, fuera para mi. Y consiguió a un rumano que va haciendo buenas chapuzas por ahí, la casa de mis padres incluida.

El domingo pasado vino al bar. No sabía quien era pero él sí quien era yo. Pidió una cerveza y a la segunda (supongo que viendo que no sabía quien era) se presentó y enseguida llegamos a un acuerdo para el asunto de la hora. Yo había andado de resaca mala malísima y bueno, en vistas de que como de costumbre ya iba estando bastante mejor tras una mañana de jaleo, empecé a dudar un poco en hacerlo aquella misma tarde, quitármelo cuanto antes de encima y tal, no me gusta postergar las cosas cuando alcanzan el punto de lo inevitable, pero al final lo dejé correr hasta el día siguiente, el de mi descanso.

- Bien, perfecto -dije- Yo vivo en...
- Sé donde vives -respondió-
- Joder, ¿y eso?
- Pues porque yo también vivo allí
- Coño, pues nunca te he visto -dije-
- Yo sí -respondió sonriendo-

Y llegó y metió la furgo en la cochera, y bajamos el sofá pequeño, cosa que conseguimos gracias a su experiencia en mover bichos de esos por espacios reducidos, porque lo que es yo ni por casualidad. De hecho recuerdo que el test de inteligencia que de chicos nos hicieron en el colegio lo malogré en el apartado de esas movidas: de haberlo hecho medio bien yo hubiera sido un superdotado pata negra de cursos adelantados y todo eso. Esto es algo que yo achaco a mi mala visión con el ojo derecho, el famoso ojo vago de aquel entonces.

Estábamos abajo, ya con el sofá cargado, cuando tuve un no sé qué de si no estaría haciendo algo incompleto, como de costumbre. Y llamé a mi madre a pesar de que se encontraba en la misa ofrecida a la abuela muerta hace menos de un mes, yo no sé como coño va eso, pensaba que era al mes o algo así...ah, no, ahora que recuerdo es al mes siguiente del fallecimiento, como el de mi padre: puedes morirte el último día del mes que la primera misa de difuntos del siguiente entras en la alineación. En fin, que, como esperaba, la vieja cogió el teléfono (nunca ha sido muy de misas; nada, de hecho) y en susurros me dijo que teníamos que bajarnos el otro, el grande, que los dos iban fuera. Se lo dije al rumano y viendo que no había espacio material para echar los dos de una tiramos con ese hacia las últimas calles edificadas del pueblo. Y allí, en pleno crepúsculo, dejamos abandonado el primero de los sofás como quien se desembaraza de un cadáver olvidado de todos.

El segundo, el grande, era aún más problemático, por lo que primero bajé yo en el ascensor con los almohadones, aunque luego subiría dos de los pequeños para que la gata tuviera algo que rascar. Al volver arriba vi toda la mierda que había quedado abajo, el rumano no dijo nada ni a mi me importó. Y volvimos a hacer lo mismo que con el primero sólo que en otro sitio no muy lejano. Ya sólo quedaba ir a casa de la abuela, coger el tresillo y acabar con todo eso.

Allí ya nos esperaban mi madre, su hermana y un tío. Y cual no fue mi sorpresa al comprobar que el famoso tresillo era eso, tres trastos y no uno como yo pensaba. Un tresillo es un sofá para tres, pensaba yo, pero no: un tresillo es un sofá y dos sillonacos que te cagas. Como pudimos, gracias al genial uso de los espacios del rumano, pudimos meter los tres trastos en la furgoneta. Pero no quedó ahí la cosa: ya que estábamos, podíamos bajar otro sofá de mierda del piso superior, cosa que logramos sin que nadie (yo) se matara en el intento. Finalmente nos fuimos de allí, subimos el material a mi piso y cuando le pregunté qué le debía me dijo que nada. Una hora y pico haciendo el cabrón y no quiso cobrarme un duro. Nos dimos un buen choque de manos y cada uno se fue hacia la puerta que daba acceso a sus bloques respectivos.

Y así lo dejé todo, tal cual quedó. Ni recogí la basura aparecida tras el gran sofá. Allí, después de todo, no parecía verse nada de valor. Y me fui a la cama.

Al mediodía siguiente me llamó mi madre:

- Kufisto, ¿cual es el código de entrada de la puerta al patio?
- ¿Qué haces allí?
- Venimos a traerte una almohada -respondió hablando por su hermana-

No lo recordaba. Yo sólo funciono con las llaves. Nunca se me olvidan.

Consiguieron entrar. Y luego a la tarde me llamó con un tono tal de voz que me recordó a las madres de los asesinos múltiples.

- Kufisto, ¿pero como puedes vivir así? -dijo antes de empezar con una retahíla que tuve que cortar-

Viviendo. Es mi casa. Mi piso. Mi libertad.

A la tarde siguiente, ya miércoles y ya desde la puerta, supe que ella había estado allí. Salón y cocina estaban impolutos. Mi habitación y su pesadillesco baño habían quedado sin hacer no por mucho tiempo. Por cumplir la llamé y le di unas gracias que en verdad no quería darle. Ayer, jueves, todo lo demás estaba a su gusto. La ristra de libros que tengo alrededor de la cama habían desaparecido para formar una especie de cuidado ziggurat en la mesa baja del salón; la montaña de ropa sucia que tenía tirada bajo la ventanilla del water también; el descuajeringado cagadero estaba impoluto (creo que esto fue lo que más le dolió; supongo que todavía no sabe que cago en cuclillas) y el lavabo y su espejo parecían aptos para un comercial de chitty chitty bang bang; un ambientador de tiro automático había sido colocado en la habitación; aquello olía demasiado bien y no me gustaba; ayer, reventado por el trabajo y el exceso de ejercicio, pasé de quitarlo pero hoy ha sido lo primero que he hecho al llegar: no me gusta que huela bien, me pone malo. Esa obsesión, ese empeño por hacer que las cosas huelan bien no van conmigo: basta con no oler mal.

También encontré la ropa limpia y planchada, incluso una camiseta nueva colgada del saco de boxeo "No more parties in Tokyo" ¿Tokyo? Sí, llevo un tiempo pensando en lo bueno que sería para mi ir a Tokyo, pero no se lo he dicho a nadie. A nadie.

Tampoco hoy la he llamado. 


Cuando dentro de dieciséis años tenga sesenta y dos venderé el piso, cogeré la pasta y me iré a Tokyo. Y luego, con el dinero justo para hacerlo, volaré a Egipto para ver las Pirámides.


Ese es el plan.

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