domingo, 4 de diciembre de 2016

PENITENCÍAGETE

Llegué a casa. Encendí la calefacción sin quitarme ni el gorro y ya sin él, pero todavía con el abrigo, el brasero. Me puse el pijama, la bata y me rulé un pito ante el ordenador. Y tras unas cuantas caladas lo dejé reposar para irme al sofá.

Nunca me gustó hacerle señales a los libros, marcarlos como si fueran vacas a no confundir. Un libro es una cosa seria. Y una cosa seria requiere tu atención y tu memoria, nada más.

Encendí la bombilla sobre la botella de Bulldog que hace tiempo me regalaron y me dispuse a terminar de releer El nombre de la rosa no sin antes levantarme perjurando para apagar la excesiva y olvidada luz que venía del techo.  Abrí el libro por donde más o menos recordaba haberlo cerrado la noche anterior y a golpes de vista llegué donde no recordaba.

Tres horas y media más tarde, a eso de la una y media, lo acabé. Disfruté tanto el diálogo final entre Jorge y Guillermo que di por bien merecidas mis prisas por haberme quitado de en medio a vuela ojo el pesado, pesadísimo, sueño de Adso previo al encuentro final: a veces los escritores creen que son médicos.

Ya en la cama tardé un rato en dormirme. No podía olvidar a Jorge y su abadía. Eché mano al libro de las mejores partidas de Karpov y poco después lo conseguí.

Me hicieron mucho bien las dos horas extras de sueño. Hoy es sábado y mucha gente no trabaja. A las nueve, puntual, sonó Fool in the rain. Yo ya estaba despierto pero dejé que hiciera su trabajo, no como con Honest with me, que poco me falta para dejar mudo a Dylan antes de que acabe su primer verso. Y cuando  Bonham estaba dándolo todo por segunda vez supe que mis últimos diez minutos se estaban acabando. Me levanté, hice mis cosas y me fui para el bar.

Faltaban algunas y tuve que ir al francés. Viendo los precios de las patatas resolví que mejor era comprarlas en el moro, no sin antes llevarme unos buenos filetes de buey que el tatuado carnicero me había aconsejado. Ya en el moro vi que las patatas baratas lo eran porque lo valían, no como antes de ayer, y al final tuve que comprar otras al mismo precio que estaban las de donde venía.

Estaba dándole un chachazo al bar, a punto de llamar al panadero, cuando su rumano llegó derrapando con la furgoneta mientras yo limpiaba la entrada. Todavía estaba el suelo mojado y llegó el ciego. Le puse su café con hielo y sacarina, sus dos magdalenas, su vaso de agua, su otro vaso de agua y todo lo devoró como siempre, como si delante de él hubiese alguien que quisiera quitárselo; después le di mi teléfono, habló con el número que le había marcado y me puse a pelar patatas.

El partido era a las cuatro y yo no lo tenía desde hace cuatro años. Algunos despistados vinieron preguntando por él; veían el espacio vacío y casi sin esperar mi respuesta se iban a otro sitio. Llegó un viejo que no conocía hablando de cánceres propios y ajenos; una ciudadana más moderna que un Ipod de 2036 ;un proveedor con su gente sentenciando vinos malos y peores; una psicologada psicóloga pidiendo por gintonics con sabor a astrolabio para ella y sus pacientes amigas; uno que fue concejal del PP y ahora mira a las esquinas; uno que antes tenía pelo y ahora tiene dos hijos; una que por la mañana se come el churro con sacarina; uno que hace veinte años le dije que me hiciera un favor y no me lo hizo; otro que ayer se dejó cien euros en la tragaperras y vi como esperaba en su coche por si yo hacía algo más que recoger su copa...

Estaba a punto de irme cuando un amigo me dijo que había un teléfono cargando la batería en el suelo que ellos estaban pisando.

- Le dije que lo cargara donde estaban sentados.

Pero nadie hace caso. Y luego se van y no se acuerdan hasta que necesitan un culpable.

Y después, ya en la casa de mi padre, estuvimos viendo el Cádiz-Zaragoza.

En el descanso puse Teledeporte y vimos a una gente extraña haciendo Bobsleigh.


- Joder, están locos.
- Sí -dije yo- Pero son valientes.
- Ná...están locos.


Y volvimos al fútbol y un calvo del Cádiz metió un golazo.








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