miércoles, 10 de septiembre de 2025

HOT RATS

- Hola, ¿le das a la máquina?
- Tírale, no hace falta -respondí 
 

Los sábados dejaba activada la máquina del tabaco. El psiquiatra del hospital pilló su paquete de Camel y se fue sin despedirse, como casi siempre.

Era de Zaragoza. Me lo dijo una de esas raras tardes en las que cruzamos algunas palabras. A veces tomaba un par de cervezas (Voll Damm) y en alguna ocasión salíamos a la puerta a echar un cigarro. Hubo mañanas en las que lo vi devorar cinco porras con un gran vaso de café con leche acompañado de tres sobres de azúcar.

Calvo severo (apenas tenía cejas), con gafas "Buddy Holly style", el sanguinolento rostro moteado de pruritos con mala pinta, de mediana estatura y edad algo mayor que la mía sin embargo gastaba unas buenas espaldas. Había estado casado, tuvo un hijo, luego se separó y se vino para acá. Todo esto me lo contó como si yo careciera del don del habla.

 

La sección de psiquiatría del hospital eran clientes habituales de nuestro bar en el día del cierre de su semana laboral. Llegaban el viernes al mediodía y echaban unas cervezas antes de irse a sus lugares de procedencia. La inmensa mayoría eran mujeres aunque había un par de barbados maromos que más o menos controlaban el tema. Uno de ellos, sobretodo, las hacía mojar las bragas descaradamente. Con este hice amistad. Era de Valladolid pero vivía en Madrid con su chica, un pivonazo del copón que me presentó un fin de semana que la trajo para que conociera La Mancha. También cantaba en una banda de rock que no sonaba mal y estaba en Spotyfi.

- ¿Qué te parece, Kufisto?
- Joder, sonáis bien -respondí. Y era verdad. Sonaban bien. No era mi rollo pero sonaban bien.
 
Tan bien creía él que sonaban que muchas veces me confesó estar a punto de dejar su oficio para dedicarse a tiempo completo a la carrera musical.
 
- Bueno -decía yo mientras echábamos un pito en la puerta-, es una decisión arriesgada.
- Estoy hasta la polla, Kufisto. ¡HASTA LA POLLA! Este hospital es una puta mierda, ya no puedo más. Si tú supieras...
 
 El calvo nunca vino con ellos. Era nuevo, más viejo y pasaba de todo. Iba a su aire.


Eran las tres y pico de la tarde y un colega y yo estábamos comiendo algo. Un chaval vino a por tabaco.

- ¿Me la activas?
- No hace falta. Tírale.

- Oye, este DNI estaba ahí -me dijo dándome un carnet.
- Pero qué cojones...

El psiquiatra calvo mirando al objetivo.

Echamos unas risas.

- Una mañana que andaba fregando el bar antes de abrirlo -le dije a mi colega una vez se hubo ido el buen samaritano- llegó a pillar tabaco. Sin darme tiempo a decirle nada, ni no me pises lo fregao, se quedó paralizado y dijo "esto es el preludio de Tristán e Isolda" Yo tenía puesta la radio y el nota se quedó ahí, como en trance, hasta que acabó.


Bueno, a veces es mejor decir que tienes puesta la radio antes que reconocer que tú lo habías buscado en el Spotify porque es una música que te arrebata, pero las circunstancias mandan cuando Wagner es sospechoso de retraso para un camarero.

 Mi colega se fue y me quedé solo un buen rato. El Madrid estaba jugando con el Español en muchos bares que no eran el mío. Entró un gitanito de los de toda la vida y me preguntó por un negro.

- Marqués...Ese negro grande, alto...¿ha estao por aquí?
- ¿Qué negro?
- Sí, uno grande...alto...
- Sí, bueno, como todos
- Está por aquí siempre, joer...
- Bueno, hay varios, pero creo que sé a quien te refieres...¿qué pasa?
- Pues ná, que quedé aquí con él para un teléfono...
- Bueno, pues si lo veo le digo algo

Y se fue para abajo a seguir buscando.

Puse el "Hot rats" de Zappa y me entraron unas ganas locas de fumar. Encendí un cigarrillo, salí a la puerta y a la mitad pasé adentro para echarme un whisky. 

- Joder, qué bueno 
 
La mezcla perfecta. 


- ¿Me dejé el DNI aquí el otro día?
- Sí, toma.  
- Muchas gracias. Bueno, adiós
- Adiós.

miércoles, 13 de agosto de 2025

A HARD DAY'S MORNING

 - ¡Portate bien, bebé! -le dijo la madre con una gran sonrisa que el crío, absorto con las bolitas del imperdible del chupete, no le devolvió- Me voy, Kufis, que llego tarde. ¡Ah, y dile a tu madre que hoy no ha hecho caca! Y muchas gracias, como siempre.
 
Y ya a los mandos del carrito eché a andar calle abajo.
 
La primera churrería de nuestro trayecto estaba cerrada, lo que fue una novedad en este mes y medio. Se lo dije a Leo que no me hizo caso:
 
- Mira, Leo, hoy no hay churros aquí. 

En la plaza el estanco todavía estaba cerrado. Otros días lo pillamos abierto, pero es que esos días salimos un poco más tarde. Cruzamos otro paso de cebra y vi que hoy tampoco estaban esos dos cincuentones sentados en uno de los bancos bebiendo botes de cerveza del chino. Reconocí a uno de ellos en uno de los primeros paseos. No le dije nada. Estaban de espaldas (siempre están de espaldas) y no me vieron (nunca me ven) Además que nuestro conocimiento fue hace más de veinte años y en su mayor parte no fue más que unas cuantas conversaciones de borrachos. Él era mayor que yo, casado y con una hija, y ya entonces estaba totalmente embrutecido. A veces, durante estos dos últimos años, me he preguntado por esas cosas del pasado, aunque decir esto es decir demasiado porque tal cual viene el pensamiento lo dejo ir.
 
La segunda churrería sí estaba abierta. Entonces fue cuando Leo dejó de maravillarse con las bolitas blancas y empezó a mirarme, más porque le daba el sol en los ojos que otra cosa. Me puse de un lado para ocultárselo y él dio inicio a su habitual reconocimiento del entorno. Es gracioso porque saca uno de los bracitos del coche y así puede asomarse a los lados y dejar de ver a su tío. Se lo dije a la madre los primeros días:
 
- Oye, ¿y no será mejor que Leo vaya en la dirección del paso?
- No, todavía no. Más adelante.
 
Con David, mi sobrino de otro hermano, la cosa fue diferente desde el principio. Claro que han pasado cinco años y quizá los últimos estudios digan otra cosa. A mi madre, la pobre, ambas mujeres le han dicho como y de qué manera tenía que hacer esto y aquello mientras los chicos quedaban a su cargo: biberones, pañales, cogerlos en brazos, dormirlos...
 
- ¡A mi que he criado cinco chicos! -dice sonriendo. Pero no le molesta: no hay nada que le guste más que los críos. Nada menos el hombre con quien tuvo los suyos y este no está desde hace ocho años.
 
En las cercanías del parque pasamos junto a la pelu cerrada de una clienta del bar. Hace tres días la vi en la puerta despidiendo a una de sus clientas, una anciana en sillas de ruedas.
 
- ¡Adiós preciosa! -le gritaba con grandísima sonrisa.
- ¡Adiós, guapa! -respondía la anciana- ¡Y que te lo pases bien!
 
Nos vimos y, gracias a Dios, nadie saludó a nadie. El bigote me protege.
 
Algunas noches de este infernal verano de imposible sueño, intentando dormir en una habitación enfebrecida, con los ventiladores rugiendo en una batalla perdida, fantaseo con qué le diré a Leo cuando él sea un adolescente y yo un viejo.
 
Un día más (y ya van tres) la fuente de la roca del parque estaba seca. Leo sigue extrañándose porque es su favorita. Me mira con sus grandes ojos, nos miramos, vuelve a mirar la gran piedra seca y me mira otra vez. 

- Están limpiándola -le digo por decir algo.
 
De todas formas nos quedamos un ratito. A él le gusta y yo puedo fumar medio cigarrillo. Y además, aunque apenas queda agua en los aledaños de la roca, todavía un par de patitos negros andan por ahí, lejos de los blancos. 

En días como hoy, en las mañanas que salimos más temprano, no es raro ver los chuflitos en acción, cosa que le encanta a Leo. Pero hoy tampoco era el día. Agosto es un mal mes para el parque, supongo.
 
Más adelante nos encontramos con los grandes patos blancos. Paré el carro para que Leo volviera a verlos con atención. Andaban cruzando el camino para comer hierbajos con su prole. El macho alfa, del tamaño de Leo, se queda quieto, mirándonos de reojo. Leo lo mira todo y yo no pierdo de vista al pato.
 
Seguimos adelante y llegamos a los chorros de agua. Allí, los primeros días, tuvimos que aguantar carantoñas de las viejas que pasean. Luego encontré un sitio mejor, sombreado y con menos circulación, y pasamos un rato; él mirando hipnotizado los dos chorros de agua y yo terminando el medio cigarrillo controlando la dirección del viento.
 
Y aquí es cuando la cosa se podía torcer otra vez. Leo empezaba a estar cansado del carro.
 
Los primeros días de nuestro viaje fueron un conocimiento mutuo, pero cargar con un crío de doce kilos en el brazo mientras vas empujando el carrito a casi treinta grados durante más de un kilómetro no es cosa de risa. Las cucamonas valen durante algún tiempo pero sólo Dios y las madres saben qué hacer.
 
Abrevié para salir del parque. Veinte minutos nos separaban de nuestro destino final de todos los días. Leo parecía más molesto de lo normal pasada la visita a sus amados chorros de agua.
 
Hice porque mirara a los gatetes que íbamos encontrándonos en el camino, gatos famélicos comparados con la mía pero que sin embargo son en parte responsables del genocidio palomar que está adueñándose del parque, con la sola salvedad de la fuente de la roca. Es curioso pero muchas se dejan morir, lo he visto: simplemente se quedan paradas en la tierra, a veces durante un día entero, imposibilitadas de volar por el extremo calor o lo que sea, y los gatos llegan y se las comen si lo desean ya que también tienen sus adoradores que les llevan comida.
 
Leo empezó a echarme los brazos en plan "me muero de asco aquí metido y encerrado"
 
Como estos últimos días, eché mano de un colgante que el carro cuelga de uno de sus brazos y metí el dedo con la idea de hacer una gracia.
 
- ¡Mira, Leo, mira!
 
Pero Leo me mandó a pastar con sus brazos levantados. Las lágrimas hicieron acto de aparición.
 
- Oh, Dios, no...
 
Y entonces me vino a la cabeza Black Sabbath.
 
Mientras estábamos mirando los dos chorros de agua, no sé por qué, me vino a la cabeza el riff de "Black Sabbath" Y tal vez vez fuera porque llevo dos meses sin dormir bien o porque los dioses se apiadaron de mi pensé que quizá, si le ponía música, Leo podría calmarse y evitarme otro Calvario.
 
Y decidido a probar, en el último momento, cambié a los Sabbath por los Beatles 62-66. Después de todo esa fue la primera música que pinché en el tocadiscos de mi padre. Cogí el teléfono, busque el disco en la Red y acoplé el móvil en el colgante del carro.
 
Sonó "Love me do"
 
Leo se incorporó e intentó echar mano del teléfono colgante y parlante. Y así, manoseándolo, pasó el camino.
 
 
Sonaba "A hard days night" cuando llegamos a casa de la abuela.
 
 

 

martes, 24 de junio de 2025

INTO THE DREAM

 Yo venía de soñar y mi alma todavía estaba dentro del sueño cuando llegué al bar. Te vi nada más correr las cortinas de la puerta. Tú reías. Pasé a la barra, vacié los bolsillos y un mediodía más puse algo parecido a la música de mi sueño.


Mi hermano se fue. Entró un chico para sentarse con vosotras en una mesa. Se acercó a la barra y pidió una ronda de cervezas. Llevaba tatuajes en los antebrazos.

Cuando dejé la tuya, la especial acompañada de su tapa especial, me miraste fijamente, sonriendo, y dijiste gracias. Mantuve tu mirada sin ningún esfuerzo. En verdad no fue complicado. Mi alma todavía estaba atrapada en un sueño.

Sí, te recordaba de otros días en el bar. El camarero tiene memoria fotográfica. Entonces venías con otro tipo, uno a quien hace poco tiempo volví a ver en compañía de una elegante mujer, más o menos de tu edad, pero con las uñas de los pies muy bien pintadas. Lucía espléndidamente un vestido blanco con motivos rosas. Andaba sobre unos afilados tacones. También me sonrió dándome las gracias con los ojos. Yo la miraba cada vez que tenía que tirar una caña. Él, tu antiguo acompañante, tan educado como siempre, bebió un par de cervezas, lo recuerdo bien. Hablamos de algo mientras le tiraba la segunda. Es un hombre reservado.

- Me ha encantado tu arroz -me dijo ella.
- A eso te he traído -dijo él.
 

Sí, te recordaba. Y el recuerdo era mejor.

La música parecida a la del sueño seguía sonando en el bar. Y tú bebiste tanto como para alcanzar la escandalosa y constante carcajada compartida con tu amiga, aunque no por el chico de los brazos tatuados. 

Y entonces vi que te dormías, que caías en el pesado sueño negro de las luces encendidas. Tu amiga parecía muy preocupada. El chico de los brazos tatuados se acercó a la barra y pidió una botella de agua que no le cobré. Y cuando salí de lavar los platos no había nadie en vuestra mesa.


Ya era tarde. Todavía quedaba gente en el bar casi cerrado. Bajé las persianas y apagué el televisor. Cambié de música y esta vez puse la del sueño. Me senté en un taburete y encendí un cigarrillo. "Podéis fumar si queréis. Pero nos vamos"

Nadie más que yo encendió ningún cigarrillo. Me serví otra copa.

La gente continuaba hablando y riendo. Poco después se fueron, aunque no del todo. Con la llave echada oí que seguían tras la puerta. Yo ya había acabado pero no quería verlos al salir, no quería encontrarlos en mi próximo sueño.

Otra copa. Otro cigarrillo. La gente nunca se acaba de ir.


Y todavía estaban allí, hablando y riendo detrás de la puerta, cuando me fui del bar con media botella de Johnnie Walker bajo el brazo.
 
 

 

martes, 20 de mayo de 2025

MARIE LAVEAU

Marie Laveau cogió una cuchara limpia del desvencijado aparador y probó el caldo que por una hora llevaba cociendo sobre la flamante vitrocerámica que dos de sus diez hijos le habían regalado por su último cumpleaños.

"Todavía le falta..." se dijo. Y recordó su vieja cocinilla de butano, con sus hierros negros y su fuego azul y naranja, tan de su gusto; tanto que muchas veces durante los últimos años lo encendía por nada, sólo para verlo "No sé cocinar con esto...¿como se puede cocinar sin fuego?...Calor, calor...Esto es más un cataplasma...Esto es como cocinar para los enfermos...Esto es cocinar para los muertos"

Se sentó y bebió de su infusión, ya casi helada. Miró por la ventana y no vio nada más que su oscuro reflejo. Era tan de noche que por un momento pensó haberse quedado ciega. Y no viendo nada empezó a recordar.

La primera vez que le vio la polla a su marido este dormía la siesta con su tercer hijo, de apenas un año. El pequeñín se había despertado y ella era la única que había oído algo más que ronquidos. Ella siempre había oído a sus hijos aunque estuvieran al otro lado del océano. Fue a recogerlo para que no molestara a su padre y lo vio jugando con su enorme pene. Marie se quedó un momento en la puerta, sin reaccionar y sin poder apartar la vista de aquello. Casi gritó. Cogió a su hijito con mucho cuidado de no despertar a quien todavía dormía y salió de allí con el corazón en las entrañas.

Él había sido carnicero en la ardiente Argel hasta que hubieron de marcharse por temor a ser asesinados tras la independencia de la antigua colonia. Ya en Francia se reconvirtió en mecánico de automóviles, oficio que había aprendido cumplimentando a la patria que después los abandonaría a su suerte, cosa que jamás pudo olvidar y que a punto estuvo de llevarle a la cárcel algunos años después. Pierre Dubois era hombre de pocas luces. No le hacían falta. Él era fuerte y tenía la razón. Un hombre no necesita más para vivir. Aquellos hombres necesitaban tan poco que resultaban muy peligrosos para quienes no podían vivir sin todo lo demás.

Marie quería a Pierre. No había conocido a ningún otro hombre. Pierre también la quería aunque conoció a muchas otras mujeres; puede que aún la quisiera más por esto mismo. Y Marie lo sabía y nada decía. La peonza ha de enrollarse si quiere bailar gallardamente por el sucio suelo. Y allí, bien lo sabía Marie, no había más cuerda que la de ella. Y sus hijos...sus hijos...Ella tenía a sus hijos. Ella tenía lo que ningún Pierre podrá tener, por muy fuerte y mucha razón que tenga. Eran más suyos que de él. Ella los había llevado dentro, él sólo le había metido aquello dentro. Y esto es algo que ellos, los diez, acabarían sabiendo, sí...Es tan fácil tener toda la razón con algo tan evidente.

Cuando el último hijo se fue de casa, Pierre y Marie ya eran mayores, ya habían dejado de hacerse viejos para empezar a serlo. Pierre cayó enfermo algunos años después, pocos: primero una silla de ruedas y después una cama y una asistente social que iba tres veces al día a ayudar a Marie para darle la vuelta y asearle. Marie se acostumbró a verle el pene a su marido. Ya no le daba miedo. No hay mejor manera de perderlo que ver las cosas cuando no quieren que las veas.

Pierre dejó de hablar, más tarde de ver y al final de oír. A todo se acostumbró Marie. A todo menos a no oírlo roncar.

Bajó al garaje y cogió una sierra eléctrica. Subió a la habitación y descuartizó a su marido. Ninguno se enteró demasiado. Le sacó el corazón y le cortó la polla. Puso un cazo a hervir y los echó dentro.

Dos horas después volvió a probarlo con otra cuchara limpia del desvencijado aparador.

"Esto sigue sin saber a nada" Lo apartó del calor y volvió a acordarse de su vieja cocinilla, de sus hierros negros y de su fuego azul y naranja, de sus diez hijos como diez soles y de su hombre, tan fuerte, grande y sucio como una montaña llena de carbón en sus entrañas...


Ahora había luz tras la ventana. Ya no se veía reflejada en ella y sí a la fría y lluviosa mañana que amanecía como si no tuviera muchas ganas de hacerlo. Y empezó a ver lo demás. Todo lo demás.


Cogió el abrigo, el bolso, el paraguas y salió a la calle.


- ¿Puede llevarme a Argel? -le preguntó al taxista
- No, señora
- Entonces lléveme a comisaria