miércoles, 22 de julio de 2020

RED RIGHT HAND

- Venga, vamos a tomarnos algo -les dije a mi hermano y a su amigo mientras recogía una mesa abandonada. Eran las dos de la tarde, los últimos clientes de la flojísima mañana acababan de irse del bar y no encontré motivo alguno para demorar la celebración de mi 47 cumpleaños- Pero mejor allí en la barra, en el circulillo-

Nuestra barra es abierta; acaba como dije dejando un espacio abierto para entrar y salir. Hace veinte años, aquí en La Mancha, era algo poco habitual, aunque supongo que ahora será diferente, no lo sé, hace muchos años que no piso más bar que el mío. No recuerdo ningún otro local que la tuviera de esa forma. La diseñó un tío nuestro, un arquitecto que siendo joven se fue a Madrid para no regresar. Era wagneriano, jajaja...Sí, recuerdo entrar a la habitación donde estudiaba siendo yo un chico y ver un montón de discos de ese tío. Sufría lo indecible al vernos toquetear sus cosas, los dibujos, los planos, el instrumental, los discos...pero de lo que más me acuerdo es de Wagner. El bar entero fue obra suya. No quiso cobrarnos ni una peseta. Nuestro padre le regaló un jamón de Jabugo.

Abrí una latilla de berberechos a la brasa Güeyu Mar, aunque de lo de la brasa me di cuenta al abrirlos, pues estaba claro que no eran del tipo a los que aquí estamos acostumbrados. Pude haber leído la simpática etiqueta (son estupendas todas las de esa casa), cierto, pero no lo hice: aquí en La Mancha se lee lo imprescindible.Y aún menos si luego viene envuelto en un gracioso dibujo.

Estaban buenos, diferentes, pero no tanto como indicaba su precio, ni mucho menos. Cogí otra de la misma casa, esta vez de mejillones y ya sobre aviso de su braseado y me parecieron algo mejor por acorde a lo que costaba, aún un tanto inflado. Eché cuentas y vi que gastándome los 50 euros que ayer pagué por cosas para el bar podría maquillar la nefasta mañana laboral. Y cayeron otras dos latillas, esta vez de Cambados, "la que le gustaba a mi padre" como dijo mi hermano, una de navajas y otra de un delicioso bonito en láminas, la lata más barata de todas y sin embargo la mejor.

Y así, entre conservas y cervezas, pasamos el rato sólo molestados por un par de palomos despistados.

Pero fue el caso que tras una primera y reticente caña que me supo a gloria hice el cambio a la primera cerveza helada y tras un par de buenos tragos fue como si todo se deslizara entre nosotros, entre ellos y yo, tan distintos y difíciles de casar como Vassily Ivanchuk en algo que no tenga nada que ver con el ajedrez. Yo no sé lo que hará él, si es que hace algo, pero mi password siempre fue ese. Y el caso es que durante un cierto tiempo funciona la mar de bien.

La conversación fluyó de manera natural y todos nos animamos a contar cosas entre ciertas risas. Luego llegó otro amigo de ellos, otro que conozco de siempre, uno que huele a marihuana desde hace veinte años, un bruto inocentón, y todo continuó por el mismo cauce o aún mejor, pues resultó un espectáculo verle comer las sobras con los delicados tenedores que tenemos para tales manesteres: "¡Me cago en Dios, Kufisto, dame una puta cuchara!"

Y así fue como pensé en el círculo, en el anillo, en el eterno retorno: yo empecé con todos estos o parecidos, ya son 47 años y nadie sabe los que puedan llegar. Desde el principio, o casi, tiré de mi camino hacia otro lado pero sin ton ni son, sin ningún proyecto, sin ningún dibujo, sin ninguna baraja de cartulinas dylanianas, sin ningún maestro, sin ninguna disciplina, sin más universidad que una ciega confianza en una especie de magia que me arrancaría de todo eso.

Unas horas antes, a eso de las nueve, cuando el día todavía da para pensar en medio tapar la caja siquiera con un cuarto de bombones coronavíricos, recibí un wasap de otro amigo de todos estos, uno que en esencia siempre va colocado, un crack de la fotografía, la edición de vídeo y la dirección de películas porno, aunque de esto último ya hace algunos años. Me preguntó si todavía no había almorzado, le dije que no y media hora más tarde dimos buena cuenta de mi ensalada de arroz y sus filetes de lomo bajo de ternera.


Fui a ver a mi madre al salir del bar. Quería verme y viendo yo que quería escribir pensé que lo mejor era ir antes de ponerme a hacerlo. Ahora en verano cierro un poco a discreción: si dan las tres y ya no queda nadie, cierro. Ahorramos aire y pesadez.

Me serví un chupito de Glenlivet 18 mientras fregaba los platos, lo bebí de un par de tragos y me fui para allá.

No llevaba las llaves y me alegré: las había olvidado en el bar y esa era una excusa ineludible para volver a él y ya de paso pillar una bolsa de hielo para la media botella de Ballantine´s que robé. Llamé al timbre y tras una cierta espera se abrió la puerta. Estaba comiendo sola en la cocina y el pasillo hasta el llamador es largo. Me recibió con los brazos abiertos, me apretó fuerte al llegar a ellos y me dio dos besazos en cada mejilla. Y nos fuimos hacia la cocina.

Ella estaba terminando de comer. Me habló otra vez de que uno de sus cinco hijos varones, el último que quedaba en casa, iba a irse a vivir con una "amiga" Yo le dije lo que llevo pensando desde hace unos días, que se venga aquí conmigo. Esta vez también dijo que no, pero no como otras.

- Bueno, pero ya lo sabes, mama-
- Pero Kufisto, si no puedes ni aguantar la televisión, ¿me vas a aguantar a mi?-
- Eso se puede solucionar. Quizá hasta me guste ver las cosas que a ti te gustan. Pero tú aquí, sola, en esta casa tan grande...no. Piénsalo y te vienes conmigo-
- ¿Y por qué no tú aquí?
- ¿Y el chico? Tu nieto ya está echando a andar y están las escaleras...
- Os he criado a los cinco con las mismas escaleras y a ninguno os pasó nada-
- Ya, pero entonces tenías veinte, treinta años, ahora tienes setenta...

- Qué viejo eres ya, Kufisto...
- Sólo tengo 47. Y tu sesenta y nueve. No digas que tienes setenta porque pareces papa-
- Sí. Tu padre-
- A él siempre le gustaba ponerse un año más, no sé porqué, ¡me sacaba de quicio!-
- 48 años de casados y ocho de novios...-dijo mirando la foto que hay junto al pequeño televisor-
- Piénsatelo-
- ¿Pero y tú que vas hacer si encuentras a una mujer?
- Eso es lo de menos-


Volví al bar a por las llaves de mi casa y la de mi madre. Y ya de paso pillé la bolsa de hielo.







sábado, 11 de julio de 2020

MASCARILLA

Lo mejor, sin duda, era salir a la calle. El piso, especialmente el salón con su gran ventanal, lleva en modo horno algunas semanas y en esas condiciones no se puede hacer nada. Está la opción de quedarse tumbado en el dormitorio, algo más fresco por oscuro, pero resulta un tanto deprimente meterse en él cuando son las siete de la tarde. Miré el teléfono y vi que la temperatura afuera no era tan alta como otros días, podría soportarlo con cierta facilidad. Hace algunos años ni miraba esas cosas. Claro que entonces una de las cosas que no tenía era un teléfono que me dijera la temperatura que había afuera.

Bajé en el ascensor alemán disfrutando de su frescor. Una pegatina sobre los llamadores mostraba la caricatura de una pareja de simpáticos ancianos sin facciones con una llamada solidaria. Es cosa de los del mantenimiento. Todos los meses hacen la revisión y ya de paso ponen una pegatina corporativa adecuada a las circunstancias del momento. Sólo las de diciembre sufrían algún acto de vandalismo. La del año pasado ya venía nada más que en castellano. Quedó impoluta.

La tarde, en efecto, era calurosa pero no tanto como en el piso. El movimiento (está demostrado) produce calor pero su ausencia causa desesperación. Pasé por delante de la piscina municipal, bajo los árboles del mediado aparcamiento, y ya sin más sombra que transitar enfilé hacia una de las avenidas de la desierta ciudad. Allí fue donde me crucé con aquel gilipollas.

Es una acera grande, espaciosa, con el tamaño suficiente como para hacer una vía de tres carriles de coches. De frente, a lo lejos, a unos doscientos metros, vi a un tío caminando en sentido contrario al mío. Con una cierta sorpresa (todavía me sorprendo) observé que iba con la mascarilla puesta. Bien, yo iba sin ella pero el espacio entre nuestras respectivas trayectorias era más que suficiente como para respetar al menos tres distancias de seguridad. Sin embargo, y poco a poco, noté como el tío tendía su línea de paso hacia la mía, tal que si hubiese caído en mi zona de gravedad y no pudiese escapar de ella. Y fue la cosa que al llegar el cruce de las dos fuerzas poco le faltó para sobrepasar el límite del cual iba él protegiéndose, quizá esperando que yo, avergonzado por algo, tendiese al otro lado, a la pared de la cual me separaba metro y medio, al paredón de los edificios, cosa que no hice en ningún momento. Tampoco bajé la mirada ni miré a ningún sitio más que al frente, pero en ese último instante pude ver auténtico odio en su mirada, algo tan desproporcionado que estuve a punto de echarme a reír. No miré atrás pero juraría que él sí lo hizo, pues la sensación de odio hacia mi persona la llevé conmigo durante lo que quedaba de avenida. Y fue esa misma sensación la que me dio fuerzas para decidirme a tomar el camino hacia los molinos. El odio fortalece. Sólo la risa destruye.

Tomé el camino que va junto a la carretera. Un camino lleno de maleza sólo aliviada por las huellas de los tractores, pero con todo preferible al escaso arcén alquitranado: allí casi puedes sentir al fuego subir por tus piernas. Apenas vi coches, qué decir de humanos. El campo abrasado, las tinajas derruidas, el puente y la vía del tren. Me las vi negras para cruzarlas: un mar de espinosos cenizos la guardaban celosos. Al fin encontré un claro y mirando a los lados bajé entre las traicioneras piedras puntiagudas. Volví a mirar y crucé las traviesas, los raíles, las piedras y las malas hierbas del otro lado hasta llegar al pequeño sendero que todo lo bordea. Allí meé y me rulé un cigarrillo para después.

La última vez que subí los molinos vi bastante gente. Ya era época de mascarillas pues muchos las llevaban puestas aún subiéndolos. En esta ocasión no encontré a nadie. Sólo arriba un coche aparcado junto al mirador daba señales de vida. Una pareja muy joven estaba sentada a la vuelta del segundo molino, en su sombra, la que a esa hora mira hacia el pueblo, abrazados. Bajé recortando por la cantera y ya en la otra cara del camino seguí sin cruzarme con nadie.

Tomé el atajo que hay antes de pasar el puente del otro lado que te devuelve al pueblo. Bajo él, a mano derecha, hay un difícil sendero que por detrás alcanza al cerro. A su vera, a mano izquierda, hay una pequeña finca con algunos árboles frutales: el limonero es un primor cuando está en flor. A la derecha, otra pelada y seca con un burro que vaga por ahí. Pero el que vi ayer era un burrito, no el otro que casi acaricié una vez tras la valla: se acercó tanto a mi desde tan lejos que estaba que tuve la tentación. Luego, cuando volvía a pasar por ahí, siempre lo saludaba. Él hacia el amago de venir pero yo no paraba y entonces la distancia parecía ser más grande. Este chiquitín se conformó con rebuznar con ganas desde su posición en la valla este. Yo le saludé a grandes voces mientras subía hacia el norte y él entonces se calló. Agarré bien la cuesta de cabras que alcanza el cerro por detrás y resollando alcancé su cumbre arbolada. En ella volví a mear y dejando atrás al santo de piedra salpicado por hoces y martillos y a la antena de telecomunicaciones enrejada descendí hacia la ciudad.

Ya en ella tampoco vi a nadie durante unos minutos. Sólo cuando llegué a las inmediaciones del pabellón encontré a unos chavales jugando al baloncesto en una maltrecha pista adyacente. Un poco más allá el pequeño parquecillo trasero lindante a la carretera. Unos adolescentes se encaminaban hacia él riendo. 


Entré en la primera calle con nombre y encendí el cigarrillo. Dejé la sombra de la acera afortunada y me pasé a la del sol para no molestar a los contados enmascarillados que venían de frente. Con todo, por ella venía una mujer con su carrito de bebé. Y me eché a la calzada.


Y así, zigzagueando, fue mi regreso a casa.


Sólo al final, ya anocheciendo, cuando no hubo más remedio, me puse la mascarilla que había llevado en el codo todo el tiempo.