Alguna vez iba un vecino a visitarle en su casita del pueblo. Era este un carnicero casado con una mujer mucho más grande que él. No habían tenido hijos y quizá por ello hacía los mejores embutidos del pueblo. Tenía una sonrisa falsa a los ojos de un niño, la boca grande y los labios carnosos. Le brillaban los ojos. A mi no me gustaba. Murió hace poco. A veces lo veía andando como sonámbulo por ahí. Se había quedado viudo y ya estaba lo suficientemente viejo como para pensar que no me reconocería después de tanto tiempo. No tenía ganas de saludarle y no le saludaba. Luego lo encontré en la misma residencia donde murió mi otra abuela, aunque él se fue antes. Estaba en una silla de ruedas, consumido, y no se enteraba de nada. Una mujer, creo que una sobrina, iba a visitarle y tomaban algo en la cafetería. Mi abuela, incitada por su hija, cantaba viejas canciones de su niñez y respondía sin error ni duda, tan seria y arisca como lo había sido toda su vida, las multiplicaciones de una cifra que cariñosamente le pedíamos. Había otra anciana ya casi cadavérica que incorporada en su silla automática miraba extasiada el luminoso cielo que había tras los grandes ventanales mientras sus familiares tomaban algo y charlaban entre ellos. Es un largo ocaso idílico el que uno puede contemplar tras los cristales de la cafetería de esa residencia.
¿Qué hubiera salido si aquel abuelo y esta abuela se hubieran casado? no me lo puedo imaginar. Por contra sus respectivas parejas fueron alegres y grandes amantes de la vida.
Aquella casita de campo no era para alguien como mi abuelo: era la única de todo el contorno que estaba casi pegada a otra, una especie de mole bruta de la que apenas nos separaban una extensión de brazos. Quizá fuera porque el vecino casi nunca iba por allí pero aquella presencia tan cercana y extraña no dejaba de ser algo desagradable aún cuando casi siempre estábamos solos. De hecho apenas recuerdo haber coincidido las dos familias juntas pero no revueltas, quizá una o dos veces. El otro viejo, el amo de ese caserón, era un loco, según oí decir alguna vez a mis familiares, quizá a raíz de que parcialmente se las arrancara a unos árboles que delimitaban nuestro terreno del suyo bajo la excusa de estar invadiendo sus tierras. A la sombra de aquellos árboles moribundos, años más tarde, debajo de una baldosa medio suelta que hacían como de posaderas sobre unas piedras más o menos rectangulares, guardé tiempo después mis primeras revistas pornográficas. Ya por entonces la casita de la familia ya casi se había perdido su sentido.
Una de esas veces en las que con mi bicicletilla iba a hacerme pajas a gusto a siete kilómetros de la casa de mis padres y mis cuatro hermanos fue que acabé y al dar una vuelta para estirar las piernas por el vacío terreno del otro vi su puerta abierta. Me asusté, pues no había visto ningún coche aparcado al llegar por el largo camino de tierra. Yo no tenía llaves de la casita de mi abuelo y tenía que sacudírmela a la intemperie, por la que la idea de que alguien hubiera podido verme me llenó de inquietud, aunque duró poco. Allí, en efecto, no parecía haber ni dios. Así que, con el corazón en un puño pero sin dudarlo mucho más que una vuelta al perímetro de la base y un vistazo a su viña, pasé para adentro.
Era como tres veces nuestra casita pero mucho menos recargada. Apenas había nada que fisgar. Busqué con la sola idea de encontrar revistas pornográficas, siquiera un Interviú, y no encontré ninguna. Ese tío, ese viejo loco arrancador de raíces de buenos, frondosos y comprensivos árboles, no tenía nada.
Fue por aquellos años que un día de verano nuestro tío de Madrid, el marido de la única hermana de nuestro padre, dijo que íbamos a ir a pintar la alberca. Mi hermano, yo y él. Éramos unos huevones (yo el mayor de todos) y teníamos que espabilarnos. Y él era una especie de sargento de hierro que si bien nos quería mucho tampoco era nuestro muy cariñoso pero muy dejado padre. Y no sé si fue que todo el mundo esperaba que yo no hiciera nada o poco (tal era mi fama) que me esmeré de tal manera que al volver al pueblo pude oír como mi tío decía que yo había sido, de largo, el más currante de los dos. Esto fue algo que me llenó de tanto orgullo y satisfacción que apenas un par años después derivó en verme con derecho a robarle dinero en su casa para mis por entonces nacientes vicios, algo por lo que enseguida fui descubierto para mi más absoluta vergüenza. Desde entonces me conformé con hacerlo sólo con el bolsillo de mi padre que, aún siendo tan diferente al suyo, callaba y nos dejaba hacer mientras no nos pasáramos cual ciego entre lazarillos.
Hoy mi tío se iba para Madrid. Un cumpleaños de un nieto. Antes de ayer murió mi padre hace tres años. Él me lo recordó en el bar. Yo ya lo sabía, no olvido aquella mañana, pero él me la recordó.
Ya va estando viejo. Siempre se ha cuidado mucho, casi hasta la hipocondría, sin haber sido ningún Flanders. Mi padre, tan distinto de él, se reía de sus neuras y sus consecuencias. Pero se llevaban bien. Tan bien como hermanos. Mi tío me lo dice mucho. Creo que él lo echa más de menos que yo.
Aquella casita se vendió hace muchos años para solventar deudas del viejo y apestoso bar, todavía con mi abuelo vivo, cosa que tuvo que ser dura de verdad para él y para mi padre más, pues lo quería y respetaba con locura tan diferentes que fueron.
Y aquí estamos, seguimos, en el nuevo desde hace veintiún años.
A mi abuelo le faltó uno para llegar a verlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario