martes, 3 de diciembre de 2019

LA CASA TORCIDA

Hice bien en salir con el coche. La tarde, lo poco que iba quedando de ella, seguía igual que antes: gris, fría y ventosa, resultaba ideal para echar el resto del día leyendo alguna novela. Las dos películas que he quemado durante este último mes y medio van dando señales de agotamiento y las dos que vi ayer ya están casi olvidadas. A estas alturas de la vida es difícil dar con algo que te obsesione: todo te recuerda a otra cosa que te gustó más. Pero lo peor es cuando te animas a volver sobre lo andado y descubres que ya no parece tanto. Entonces es como un error doble, pues no sabes si estabas equivocado antes o lo estás ahora. Y esto, inevitablemente, te lleva a pensar en que quizá un tercer error esté esperándote a la vuelta de la esquina; un error más ligero y tal vez menos traumático, pero error después de todo. Como esas viejas máquinas que había en los bares de antes, esas en las que echabas una moneda en la ranura de arriba por donde caía en un laberinto que desembocaba en una plataforma móvil atestada de monedas que parecían desafiar la ley de la gravedad. Era poco menos que imposible que tu moneda fuera incapaz de no hacer caer un buen montón de las que esperaban abajo. Pero esto casi nunca pasaba, probaras la ruta que probaras para tu moneda. Y cuando pasaba, el montón que caía no era tan grande como tú habías esperado. Nada puede escapar de la ley de la gravedad pero son muy pocos los que conocen hasta donde puede estirarse, o al menos intuirlo. Y estos toman la decisión de no jugar o de hacer máquinas para que sean otros los que jueguen.

Eran tres las rápidas paradas previstas. La primera fue en la administración de loterías, vacía cuando entré. Jugué la apuesta semanal, una para hoy y retiré el recibo de la quiniela de la peña. Salí de allí con un gargajo subiendo por la garganta, últimas secuelas del catarro pasado. Y estaba a punto de escupirlo cuando me percaté que un tío subía la rampa de acceso. Miré y vi que era alguien a quien no veía tan de cerca desde hace años, puede que desde aquella noche en la que borrachos estuvimos a punto de pegarnos tras veinte años de una relativa amistad que vista desde la distancia no dejó apenas nada. Hoy nos hemos visto y reconocido y ninguno ha intentado decir nada. Puede que dentro de otros veinte años, cuando seamos viejos que huelan la muerte, volvamos a vernos y nos demos un abrazo y lloremos juntos y tal, ¿pero qué demostrará eso sino miedo?...Subí al coche pensando en lo curioso por fácil que es vivir en un pueblo donde pueden pasar años sin ver a quien no te apetece ver: es como si echaras tu moneda con la mitad del laberinto cerrado.

Aparqué sin problemas junto a la farmacia, detrás de un coche del que bajaba una mujer con su hija pequeña con la evidente intención de seguir el mismo camino yo. Entré tras ellas. Una de las farmacéuticas, una chica nerviosa de cuarentaitantos años, feúcha e insegura, atendía a una mujer de buen culo atrapado en un pantalón de cuero negro a la que saludé al darse la vuelta para marcharse. Era una clienta del bar, una divorciada con una hija mayor que una madrugada de hace años, ya medio borracha, con el bar cerrado y en compañía de una amiga suya con no menos problemas sentimentales, dijo que no le importaría suicidarse, tal cual. Lo dijo con tranquilidad, sin aspavientos, sin drama de ninguna clase, lo recuerdo bien. Fue ella la que dejó al marido, el típico buena persona, el típico tristón de izquierdas. Ahora está con un tío de su edad, otro divorciado, un hombre con pasta, de mujeres difíciles, un sensual, un facha, uno que vive bajo el difícil control de sus huevos.

Sólo quedaba ir al estanco, comprar tabaco y volver a casa para releer una de las tres novelas que ayer saqué de la biblioteca municipal.

Había más gente allí que en los otros dos sitios juntos. También estaba la mujer del pantalón de cuero negro.

- Nos vemos otra vez -dijo-
- Sí -dije yo- Se ve que te estoy siguiendo-

De vuelta a casa, con la noche caída, empezó a llover. Una lluvia fina y bailarina, delicada, caía para descansar sobre el parabrisas del coche. Paré ante la puerta de la cochera y accioné el mando a distancia que la abre. La reja de la puerta fue apartándose con isócrona lentitud por delante de los redondos faroles blancos del patio dándoles en un momento casi todas las formas posibles a las lunas llenas que ahora tenía detrás.


Y el cristal que me protegía de todo aquello todavía tenía espacio para muchas gotas más.

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